No queremos abordar aquí el problema de la obra de arte en su conjunto. Aunque dependa estrechamente de la cuestión de lo Imaginario, para tratarlo habría que escribir una obra especial. Pero parece que ya es hora de que hagamos las conclusiones de los largos estudios en que hemos tomado como ejemplo una estatua o el retrato de Carlos VIII o una novela. Las observaciones que se dan a continuación conciernen esencialmente al tipo existencial de la obra de arte. Y ya podemos formular la principal: la obra de arte es un irreal.
Esto se nos presentó claramente cuando, por ejemplo, considerábamos, con una actitud completamente distinta, el retrato de Carlos VIII. Comprendimos primero que este Carlos VIII era un objeto. Pero claro está que no es el mismo objeto que el cuadro, el lienzo, las capas reales de pintura. En tanto que consideremos el lienzo y el marco por sí mismos, el objeto estético Carlos VIII no aparecerá. No es que quede escondido por el cuadro, es que no se puede dar a una conciencia realizante. Aparecerá en el momento en que la conciencia, al llevar a cabo una conversión radical que supone el anonadamiento del mundo, se constituya a sí misma como imaginante. Ocurre aquí como con esos cubos que pueden verse, según se quiera, cinco o seis. No sería justo decir que cuando se ven cinco se oculta el aspecto del dibujo en el que, aparecerán seis, sino que más bien no pueden verse a la vez cinco y seis. El acto intencional que los aprehende como siendo cinco se basta a sí mismo, está completo y es exclusivo del acto que los aprehendía como seis. Así ocurre con la aprehensión del Carlos VIII en imagen que figura en el cuadro. Este Carlos VIII figurado por fuerza es correlativo del acto intencional de una conciencia imaginante. Y como este Carlos VIII, que es un irreal, en tanto que aprehendido en el lienzo, es precisamente el objeto de nuestras apreciaciones estéticas (de él diremos que es “conmovedor”, que está “pintado con inteligencia, con fuerza, con gracia”, etc.), nos vemos forzados a reconocer que, en un cuadro, el objeto estético es un irreal.
Esto es de bastante importancia si pensamos en la confusión que se hace ordinariamente en la obra de arte entre lo real y lo imaginario. En efecto, es frecuente oír decir que el artista primero tiene una idea en una imagen que luego realiza en la tela. El error consiste aquí en que el pintor, en efecto, puede partir de una imagen mental que, como tal, es incomunicable, y en que, al final de su trabajo, entrega al público un objeto que todos pueden contemplar. Se piensa entonces que se ha pasado de lo imaginario a lo real. Pero no es verdad de ninguna manera. Lo que es real - y no nos cansaremos de afirmarlo - es el resultado de las pinceladas, el empastado de la tela, su grato, el barniz que se ha pasado sobre el color. Pero precisamente nada de esto es el objeto de las apreciaciones estéticas. Por el contrario, lo que es “bello” es un ser que no podría darse a la percepción y que, por su misma naturaleza, está aislado del universo. Señalábamos antes, justamente, que no puede iluminárselo proyectando sobre la tela un pincel luminoso: lo que se ilumina es la tela, pero no a él mismo.
De hecho el pintor no ha realizado su imagen mental: sencillamente, ha constituido un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esta imagen si sólo se considera el analogon. Pero la imagen así provista de un analogon exterior sigue siendo imagen. No hay realización de lo imaginario; lo más que podría hacerse es hablar de su objetivación. Cada toque de pintura no se ha dado para sí mismo, ni siquiera para constituir un conjunto real coherente (en el sentido en que podría decirse que tal palanca de una máquina se ha concebido para el conjunto y no para sí misma). Ha sido dado en relación con un conjunto sintético irreal y el fin del artista era constituir un conjunto en tonos reales que permitiesen manifestarse a este irreal. De tal manera, el cuadro tiene que ser concebido como una cosa material visitada de vez en cuando (cada vez que adopte el espectador la actitud imaginante) por un irreal que es precisamente el objeto pintado. Lo que aquí engaña es el placer real y sensual que dan ciertos colores reales de la tela. Algunos rojos de Matisse, por ejemplo, provocan un goce sensual en quien los ve. Pero tenemos que entendernos: si consideramos aisladamente este goce sensual - por ejemplo, si lo provoca un rojo dado de hecho en la naturaleza -, no tiene nada de estético. Es pura y simplemente un placer de los sentidos. Cuando, por el contrario, se aprehende el rojo en el cuadro, se aprehende, a pesar de todo, como formando parte de un conjunto irreal y es bello en este conjunto. Por ejemplo, es el rojo de una alfombra junto a una mesa. Por lo demás, nunca es color puro.
El artista, aun cuando sólo se ocupe de relaciones sensibles entre las formas y los colores, ha elegido precisamente una alfombra para reforzar el valor sensual de este rojo; por ejemplo, unos elementos táctiles tienen que ser intencionados a través de este rojo, es un rojo lanoso, porque esta alfombra es de tal materia lanosa. Sin esta característica “lanosa” del color, se habría perdido algo. Y sin duda que la alfombra está pintada para el rojo que justifica y no el rojo para la alfombra. Pero si Matisse ha elegido precisamente una alfombra más bien que una hoja de papel es a causa de la amalgama voluptuosa que constituirían el color, la densidad y las cualidades táctiles de la lana. Como consecuencia no se puede gozar verdaderamente del rojo más que aprehendiéndolo como rojo de alfombra, luego como irreal. Y lo que más se haga notar en su contraste con el verde de la pared se perdería si no fuese precisamente rígido y “glacé” precisamente porque es el verde de un empapelado de la pared.
Es, pues, en lo irreal donde las relaciones de colores y de formas adquieren su verdadero sentido. E incluso cuando los objetos figurados vean su sentido usual reducido al mínimo, como en los cuadros cubistas, al menos el cuadro no es plano. Sin duda, las formas que aprehendemos no son ya asimilables a una alfombra, a una mesa ni a nada de lo que habitualmente aprehendemos en el mundo. Sin embargo tienen una densidad, una materia, una profundidad; mantienen relaciones de perspectiva unas con otras. Son cosas. Y son irreales precisamente en la medida en que son cosas. Desde el cubismo se tiene la costumbre de declarar que el cuadro no tiene que representar o imitar sino que tiene que constituir un objeto por sí mismo. Esta doctrina en tanto que programa estético es perfectamente defendible y le debemos muchas obras maestras. Pero tenemos que entenderlo. Si se quiere decir que el cuadro, por desprovisto de significado que esté, se presenta en sí mismo como un objeto real, se comete un grave error. Sin duda que ya no envía a la Naturaleza. El objeto real ya no funciona como analogon de un ramo de flores o de un claro del bosque, Pero cuando lo “contemplo”, no por eso estoy en la actitud realizante. Este cuadro sigue funcionando como analogon. Sencillamente, lo que se manifiesta a través de él es un conjunto irreal de cosas nuevas, de objetos que no he visto ni veré nunca, pero que no por eso dejan de ser objetos irreales, objetos que no existen en el cuadro, ni en ninguna parte del mundo pero que se manifiestan a través de la tela y que se han apoderado de ella por una especie de posesión. Y es el conjunto de estos objetos irreales lo que calificaré de bello. En cuanto al goce estético, es real pero nunca se aprehende para él mismo, en tanto que está producido por un color real; no es más que una manera de aprehender el objeto irreal y, lejos de dirigirse al cuadro real, sirve para constituir el objeto imaginario a través de la tela real. De aquí proviene el famoso desinterés de la visión estética. Por eso pudo decir Kant que es indiferente que el objeto bello, aprehendido en tanto que es bello, tenga o no existencia; por eso Schopenhauer pudo hablar de una especie de suspensión de la Voluntad del Poder. Esto no proviene de alguna misteriosa manera de aprehender lo real, que podríamos utilizar a veces. Sino, simplemente, de que el objeto estético está constituido y aprehendido por una conciencia imaginante que lo propone como irreal.
Lo que acabamos de mostrar a propósito de la pintura sería fácil mostrarlo también a propósito del arte de la novela, de la poesía y del arte dramático. No cabe duda de que el novelista, el poeta y el dramaturgo constituyen a través de análoga verbales un objeto irreal; tampoco cabe duda de que el actor que representa a Hamlet se sirve de sí mismo, de todo su cuerpo como analogon de ese personaje imaginario. Hasta es lo que permitiría terminar la famosa discusión a propósito de la paradoja del comediante. Ya sabemos, en efecto, que algunos autores insisten en que el actor no cree en su personaje. Otros, por el contrario, apoyándose en numerosos testimonios, nos muestran al actor llevado por el papel, víctima en cierta forma del héroe que representa. Nos parece que estas dos tesis no se excluyen mutuamente; si por “creencia” se entiende tesis realizante, resulta evidente que el actor no propone en absoluto que sea Hamlet. Lo que no significa en absoluto que se “movilice” completamente para producirlo. Utiliza todos sus sentimientos, todas sus fuerzas, todos sus gestos como análoga de los sentimientos y de las conductas de Hamlet. Pero por este mismo hecho los realiza. Vive enteramente en un mundo irreal. Y poco importe que llore realmente, con el arrebato del papel representado. Este llanto, cuyo origen hemos explicado más arriba, lo aprehende él mismo - y con él el público - como llanto de Hamlet, es decir, como análoga de llantos irreales. Tiene aquí lugar una transformación parecida a la que indicábamos en el sueño: el actor queda cogido, inspirado totalmente por lo irreal. No es el personaje quien se realiza en el actor, sino el actor quien se irrealiza en el personaje.
¿Pero no hay artes cuyos objetos parece que escapan por su naturaleza a la irrealidad? Un aire musical, por ejemplo, no envía a nada más que a sí mismo. ¿Una catedral no es simplemente una masa de piedra real que domina los tejados que la rodean? Pero miremos desde más cerca. Escucho, por ejemplo, a una orquesta sinfónica que interpreta la VII Sinfonía de Beethoven. Descartemos los casos aberrantes - y además al margen de la contemplación estética - en que voy “a oír a Toscanini” en su manera de interpretar a Beethoven. En general, lo que me atrae en el concierto es el deseo de “oír la VII Sinfonía”. Me repugnará sin duda oír a una orquesta de aficionados, preferiré a tal director de orquesta o a tal otro. Pero esto se debe a mi ingenuo deseo de oír la VII Sinfonía “perfectamente ejecutada”, precisamente porque me parece que entonces será perfectamente ella misma. Los errores de una mala orquesta que “toca demasiado de prisa”, o “demasiado despacio”, “sin seguir el movimiento”, etc., me parece que velan, “traicionan” a la obra que interpreta. Lo mejor que puede ocurrir es que la orquesta desaparezca ante la obra que interpreta y, si tengo alguna razón para confiar en los ejecutantes y en su director, me aprehenderé como frente a la VII Sinfonía misma, ,en persona. En esto todo el mundo estará de acuerdo. Pero ahora, ¿qué es la VII Sinfonía “en persona”? Evidentemente es una cosa, es decir, algo que está ante mí, que resiste, que dura. Naturalmente, ya no hay que probar que esta cosa sea un todo sintético, que no existe, por notas, sino por grandes conjuntos temáticos. ¿Pero esta “cosa” es real o irreal? Consideremos ante todo que escucho la VII Sinfonía. Para mí, esta “VII Sinfonía” no existe en el tiempo, no la aprehendo como un acontecimiento fechado, como una manifestación artística que tiene lugar en la sala del Chátelet el 17 de noviembre de 1938. Si mañana, si dentro de ocho días, oigo a Furtwaengler dirigiendo a otra orquesta que interpreta esta misma sinfonía, de nuevo me encontraré ante la misma sinfonía. Ocurrirá, sencillamente, que estará mejor o peor tocada.
Examinemos ahora cómo escucho esta sinfonía: algunas personas cierran los ojos. En tal caso, se desinteresan del acontecimiento visual y fechado que es la interpretación; se abandonan únicamente a los sonidos puros. Otros miran a la orquesta o la espalda del director de orquesta, Pero no ven lo que miran. Es lo que llama Revault d’Allonnes la reflexión con fascinación auxiliar. De hecho, se han desvanecido la sala, el director de orquesta y hasta la orquesta. Estoy, pues, frente a la VII Sinfonía, pero con la, expresa condición de no oírla en ninguna parte, de dejar de pensar que el acontecimiento es actual y fechado, con la condición de interpretar la sucesión de los temas como una sucesión absoluta y no como una sucesión real que tendría lugar, por ejemplo, en el tiempo en que Pedro, simultáneamente, visita a tal o cual de sus amigos. En la medida en que la aprehendo, la sinfonía no está ahí, entre esas paredes, en la punta de los arcos. Tampoco está “pasada”, como si pensase: esta es la obra que en tal fecha germinó en la mente de Beethoven. Está totalmente fuera de lo real. Tiene un tiempo propio, es decir que posee un tiempo interno, (que transcurre desde la primera nota del allegro hasta la última del final, pero este tiempo no viene después de otro tiempo que continúe y que esté “antes” del ataque del allegro; tampoco está seguido por un tiempo que venga “después” del final. La VII Sinfonía no está en absoluto en el tiempo. Escapa, pues, totalmente a lo real. Se da en persona, pero como ausente, como estando fuera de alcance. Me sería imposible actuar sobre ella, cambiar una sola nota suya, o disminuir su movimiento. Sin embargo en su aparición depende de lo real: que sufra un síncope el director de orquesta, que estalle en la sala un comienzo de incendio, y la orquesta dejará de tocar en el acto. No concluyamos de todo esto que entonces aprehenderemos la VII Sinfonía como interrumpida. No, pensaremos que la ejecución de la sinfonía ha sufrido una detención. ¿No se ve claramente que la ejecución de la VII Sinfonía es su analogon? Esta sólo se puede manifestar por analoga que estén fechados y que tengan lugar en nuestro tiempo, Pero para aprehenderla en estos analoga hay que llevar a cabo la reducción imaginante, es decir, hay que aprehender precisamente los sonidos reales como analoga. Se da, pues, como un perpetuo en-otro-lugar, como una perpetua ausencia. No hay que figurarse (como Spandrell en Contrapunto de Huxley, como tantos platónicos) que existe en otro mundo, en un cielo inteligible. No está simplemente - como, por ejemplo, las esencias - fuera del tiempo y del espacio: está fuera de lo real, fuera de la existencia. No lo oigo realmente, lo escucho en lo imaginario. Es lo que explica la dificultad que siempre tenemos para pasar del “mundo” del teatro o de la música al de nuestras preocupaciones diarias.
A decir verdad, - no hay paso de un mundo a otro, hay paso de la actitud imaginante a la actitud realizante. La contemplación estética es un sueño provocado y el paso a lo real es un auténtico despertar. Se ha hablado con frecuencia de la “decepción” que acompañaba la vuelta a la realidad. Pero no explicaría que ese malestar existe, por ejemplo, tras la audición de una pieza realista y cruel; en este caso, en efecto, la realidad debería ser aprehendida como tranquilizadora. De hecho, este malestar es simplemente el del durmiente que se despierta: una conciencia fascinada, bloqueada en lo imaginario muchas veces, se libera por la brusca detención de la pieza, de la sinfonía, y vuelve a tomar repentinamente contacto con la existencia. Tampoco hay que provocar el asco nauseoso que caracteriza la conciencia realizante.
Se puede concluir de estas observaciones que lo real nunca es bello. La belleza es un valor que nunca se podría aplicar más a lo imaginario y que comporta el anonadamiento del mundo en su estructura esencial. Por eso es estúpido confundir a la moral con la estética. Los valores del Bien suponen el estar-en-el-mundo, apuntan a las conductas en lo real y están sometidos ante todo a lo absurdo esencial de la existencia. Decir que se “toma” ante la vida una actitud estética es confundir constantemente lo real y lo imaginario. Ocurre sin embargo que tomábamos la actitud de contemplación estética frente a acontecimientos u objetos reales. En tal caso cualquiera puede ver en sí una especie de retroceso en relación con el objeto contemplado que se desliza a su vez en la nada. Es que a partir de este momento, ya no está percibido funciona como analogon de sí mismo, es decir, que una una imagen irreal de lo que es se manifiesta para nosotros a través de su presencia actual. Esta imagen puede ser pura y simplemente el objeto “mismo” neutralizado, anonadado, como cuando contemplo a una hermosa mujer. 0 la suerte de matar en una corrida de toros; también puede ser la aparición imperfecta y confusa de lo que podría ser a través de lo que es, como cuando el pintor aprehende la armonía de dos colores más violentos, más vivos, a través de las manchas reales que encuentra en una pared. Al mismo tiempo el objeto, al darse como detrás de él mismo, se vuelve intocable, está fuera de nuestro alcance; de aquí una especie de desinterés doloroso en relación con él. En este sentido se puede decir que la extrema belleza de una mujer mata el deseo que se tiene de ella. En efecto, no podemos colocarnos a la vez en el plano estético donde aparece este “ella misma” irreal que admiramos y en el plano realizante de la posesión física. Para desearla habría que olvidar que es bella, porque el deseo es un sumergirse en el seno de la existencia en cuanto tiene de más contingente y de más absurdo. La contemplación estética de los objetos reales tiene la misma estructura que la paramnesia, en la cual el objeto real funciona como analogon de él mismo en el pasado. Pero en uno de los casos hay anonadamiento y en - el otro pasadificación. La paramnesia difiere de la actitud estética como la memoria difiere de la imaginación.
Enlace:
Vida y obra de Jean Paul Sartre
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Rincón musical
Ennio Morricone interpreta Cinema Paradiso
16.3.09 |
Categoría:
ENSAYO,
JEAN-PAUL SARTRE
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