Espera a que tu hermano y tu madre salgan del apartamento. Antes ya les has dicho que te encuentras mal, que no tienes ganas de ir a Union City a visitar a esa tía a la que tanto le gusta estrujarte las pelotas (las tiene bien grandes, dirá). Y aunque tu madre sepa de sobra que no estás enfermo, aguanta con la excusa hasta que termine por decir: “Como quieras, cabezón; quédate, pero eres un malcriado”.

Saca de la heladera los paquetes de alimentos gratuitos que reparte el gobierno a las familias indigentes. Si la chica es de la zona de Terrace, oculta los paquetes detrás de la leche. Si es del Park o de Society Hill, esconde los paquetes en el armario que hay encima del horno y mételos hasta el fondo, para que no los vea jamás. Y apúntate una nota para que no se te olvide sacarlos antes de que amanezca; si no, tu madre te partirá la crisma. Retira todas las fotos comprometedoras que haya de la familia en el campo, sobre todo aquella en la que salen los críos tirando de una cabra atada con una cuerda. Esos chicos son tus primos, y a estas alturas ya están creciditos y entienden muy bien por qué haces lo que vas a hacer. Oculta la foto en la que sales con un peinado afro. Cerciórate de que el cuarto de baño esté presentable. Mete el cesto del papel higiénico usado debajo del lavabo. Rocía la taza con un buen ambientador y cierra el armario.


Te duchas, te peinas y te vistes. Te sientas en el sofá a ver la televisión. Si ella no es del barrio, la traerá su padre en coche, tal vez su madre. Ninguno de los dos tiene ganas de que ella salga con un chico de Terrace –en Terrace ya se sabe que se apuñala a la gente por la calle–, pero ella es terca, y esta vez está decidida a salirse con la suya.

Las instrucciones para llegar a tu casa se las has escrito con tu mejor letra, de modo que sus padres no pensarán que eres un idiota. Levántate del sofá y echa un vistazo al estacionamiento. Nada. Si la chica es del barrio, no te apures. Ya llegará cuando esté preparadita. Alguna vez se encontrará por casualidad con todos sus amigos, y aparecerán todos juntos en tu departamento, y aun cuando eso signifique que no te vas a comer un bombón, será de todos modos entretenido, y seguro que te entran ganas de que esa gente venga a verte más a menudo. Otras veces la chica no aparecerá: al día siguiente, en clase, dirá que lo siente, sonreirá y tú serás tan bobo como para creerle e invitarla a salir otro día.

Espera un rato: al cabo de una hora sal hasta la esquina. El tráfico es intenso en el barrio. Dale un grito a uno de los tuyos, y cuando te pregunte si aún estás esperando a esa puta responde que sí, qué diablos.

Vuelve a casa. Llámala por teléfono; cuando conteste su padre, pregúntale si está ella. Él te preguntará quién eres. Cuelga. Tiene voz de director de escuela, de jefe de policía, de tío con un cuello bien grueso, de los que no tienen que preocuparse de lo que suceda a sus espaldas. Siéntate y espera. Cuando el estómago esté a punto de traicionarte, aparecerá un Honda, o puede que un Jeep, y ahí la tendrás.

Hola, le dices.

Oye, dice ella. Mi madre quiere conocerte. Se ha puesto como loca por una tontería.

Que no cunda el pánico, ¿dale? Dile que de acuerdo, que no pasa nada. Pásate una mano por el cabello, como suelen hacer los chicos blancos, aun cuando lo único que pase fácilmente por tu cabello sea el continente africano entero. Ella estará sensacional. Las blancas son las que más te gustan, ¿qué no?, pero lo cierto es que las de fuera del barrio suelen ser negras, chicas negras que se han criado haciendo ballet y yendo a las girl scouts, aparte de tener tres coches delante de casa. Si es mulata tampoco te sorprendas de que su madre sea blanca. Salúdala. Su madre te devolverá el saludo y ya verás que no le das miedo, para nada. Ella dirá que le indiques cómo regresar, y aunque ya le hayas dado instrucciones bien claras, que ella lleva en el regazo, repíteselas. Es mejor que la tengas contenta.

Tienes donde elegir. Si la chica es de por ahí cerca, llévala a El Cibao a cenar. Realiza el pedido en español, por muy defectuoso que sea el tuyo. Si es latina, déjala que te corrija; si es negra, sorpréndela. Y si no es de por ahí cerca, un Wendy será una buena elección. Cuando vayan caminando hacia el restaurante, háblale de la escuela. Una chica del barrio no quiere saber más cuentos del sitio en que vive, pero las demás tal vez sí. Cuéntale aquello del loco que se pasó años almacenando latas de gases lacrimógenos en el sótano de su casa: un buen día reventó uno de las latas y todo el barrio se metió una buena dosis de ese gas potentísimo. No le cuentes que tu madre supo enseguida qué era, pues reconoció el olor al recordar el año en que Estados Unidos invadió tu isla.

Confía no toparte con tu enemigo, ese portorriqueño llamado Howie que tiene dos perros asesinos. Los pasea por todo el barrio, y de vez en cuando los perros acorralan a un gato y lo despedazan a dentelladas: Howie se parte de risa al ver al gato por los aires, con la cabeza del revés, como si fuera un búho. Y si sus perros no han acorralado a un gato, seguro que se te acerca por detrás y te dice: hola, Yunior. ¿Con ésa estás cogiendo ahora?

Déjalo hablar. Howie pesa unos noventa kilos: te podría devorar vivo si le diera la gana. En el campo de juegos seguro que se larga. Tiene unas deportivas nuevas, no quiere que se le ensucien con el barro. Si la chica es de afuera, seguro que suelta un resoplido y dice que vaya gil de mierda. Una de las del barrio se habría hartado de gritarle todo el rato, a menos que fuera de las tímidas. Sea como fuere, no te sientas mal por no haber hecho nada. Es mejor no perder una pelea el día de tu primera cita con una chica: la historia terminaría antes de empezar.

La cena será algo tensa. No te sale muy bien charlar con personas que no conoces. Una mulata te contará que sus padres se conocieron en el Movimiento; te dirá que por aquel entonces era de lo más radical. A ti te parecerá que eso es algo que sus padres le han hecho aprenderse de memoria. Tu hermano ya lo ha oído alguna vez, y dijo que le parecía un rollo patatero como el del tío Tom. Tú no se lo digas.

Deja la hamburguesa en el plato y dile que tuvo que ser muy duro.

Ella agradecerá tu interés y seguirá con lo mismo.

Los negros, dirá, me tratan fatal. Por eso no me caen nada bien. Tú pensarás qué siente hacia los dominicanos. No se lo preguntes. Déjale que hable del asunto; cuando terminen la cena, vuelvan caminando al barrio. El cielo estará magnífico. La polución ha convertido los atardeceres de Jersey en una de las grandes maravillas del mundo. Coméntaselo. Rózale el hombro y dile: ¿es bonito, verdad?

Luego, ponte serio. Mira con ella la tele, pero estate alerta. Toma un sorbo del Bermúdez que tu padre dejó en el armario, esa botella que no toca nadie. Una chica de la zona tal vez tenga buenas caderas y un culo estupendo, pero no te dejará que le metas mano. Para eso tiene que vivir en el mismo barrio que tú, tiene que dar por hecho que estás en la misma onda que ella. Puede que se te anime un poco y que se vaya a casa. Puede que te bese y se vaya; si es algo más atrevida, puede que se rinda, pero eso es poco corriente. Con un beso le basta y le sobra. Una chica blanca sí puede que se rinda en ese instante. No la detengas. Se quitará el chicle de la boca, lo dejará pegado al plástico que recubre el sofá y se te arrimará todo lo que pueda. Qué ojos tan bonitos tienes, te dirá seguramente.

Dile que te encanta su cabello, que te maravilla su piel, sus labios, porque es verdad que te gustan más que los tuyos.

Ella te dirá que le gustan los hispanos, y aunque tú nunca hayas pisado España dile que a ti te gusta ella. Eso queda de maravilla.

Estarás con ella hasta las ocho y media, y a esa hora ella querrá ir al baño. Allí dentro tarareará una cancioncita de la radio, llevando el compás con las caderas, golpeando el borde de la pileta. Imagínate que su vieja venga a recogerla, qué diría si supiera que su hija ha estado debajo de ti y que ha susurrado tu nombre, que te lo ha dicho al oído con su español elemental, mal aprendido en la escuela. Cuando esté en el cuarto de baño, llama a uno de los chicos de la pandilla y dile lo hice, cabrón. Si no, acomódate en el sofá. Y sonríe para tus adentros.

Sin embargo, lo normal es que no salga así. Es mejor que te pille preparado. Ella no quería besarte. No te pases, te dirá. La mulata quizás se recueste y se aleje de ti. Cruzará los brazos y dirá que no le gustan nada las tetas que tiene. Acaríciale el cabello, que ella se apartará de ti. No me gusta que me toquen el pelo, te dirá. Se portará como si no la conocieras. En la escuela tiene fama por sus carcajadas, que llaman mucho la atención: son agudas, son tan penetrantes como los graznidos de una gaviota, pero allí sólo te dará dolores de cabeza. No sabrás ni qué decide.

Eres el único que me ha pedido salir conmigo, dirá. Tus vecinos empezarán a chillar como las hienas ahora que el alcohol se les ha metido en la sangre. Tú y los negros.

No digas nada. Déjale que se abotone la blusa, que se peine despacio, aunque el rumor del peine en su cabello sea como una sábana de fuego que se extiende entre vosotros dos. Cuando llegue su padre y toque la bocina, déjale marcharse sin decirle adiós. No querrá que se lo digas. A la hora siguiente sonará el teléfono y estarás tentado de levantarlo, pero no lo hagas. Mira los programas que te gustan mirar sin que la familia arme un debate cada dos por tres. No bajes al otro piso, no te duermas. No servirá de nada. Guarda los paquetes de alimentos gratuitos en su sitio, no sea que tu madre te mate.


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Entrevista a Junot Díaz sobre “La breve y maravillosa vida de Oscar Wao”