Acto II
Acto III
Acto IV
Acto V









[Foto de la película Othello, de la versión de Oliver Parker, 1995. Actúan Laurence Fishburne, Irene Jacob y Kenneth Branagh]


DRAMATIS PERSONÆ

EL DUX DE VENECIA.
BRABANCIO, senador.
OTROS SENADORES.
GRACIANO, hermano de Brabancio.
LUDOVICO, pariente de Brabancio.
OTELO, noble moro, al servicio de la República de Venecia.
CASSIO, teniente suyo.
IAGO, su alférez.
RODRIGO, hidalgo veneciano
MONTANO, predecesor de Otelo en el gobierno de Chipre.
BUFÓN, criado de Otelo.
DESDÉMONA, hija de Brabancio y esposa de Otelo.
EMILIA, esposa de Iago.
BLANCA, querida de Cassio.
UN MARINERO, ALGUACILES, CABALLEROS, MENSAJEROS, MÚSICOS, HERALDOS y ACOMPAÑAMIENTO.





Acto Primero

Escena Primera
Venecia. -Una calle

Entran RODRIGO e IAGO

RODRIGO.- ¡Basta! ¡No me hables más! Me duele en el alma que tú, Iago, que has dispuesto de mi bolsa como si sus cordones te pertenecieran, supieses del asunto...

IAGO.- ¡Sangre de Dios! ¡No queréis oírme! ¡Si he imaginado nunca semejante cosa, aborrecedme!

RODRIGO.- Me dijiste que sentías por él odio.



IAGO.- ¡Execradme si no es cierto! Tres grandes personajes de la ciudad han venido personalmente a pedirle, gorra en mano, que me hiciera su teniente; y a fe de hombre, sé lo que valgo, y no merezco menor puesto. Pero él, cegado en su propio orgullo y terco en sus decisiones, esquiva su demanda con ambages ampulosos, horriblemente henchidos de epítetos de guerra; y, en conclusión, rechaza a mis intercesores; «porque ciertamente (les dice) he elegido ya mi oficial». ¿Y quién es este oficial? Un gran aritmético, a fe mía; un tal Miguel Cassio, un florentino, un mozo a pique de condenarse por una mujer bonita, que nunca ha hecho maniobrar un escuadrón sobre el terreno, ni sabe más de la disposición de una batalla que una hilandera, a no ser la teoría de los libros, que cualquiera de los cónsules togados podría explicar tan diestramente como él. Pura charlatanería y ninguna práctica es toda su ciencia militar! Pero él, señor, ha sido elegido, y yo (de quien sus ojos han visto la prueba en Rodas, Chipre y otros territorios cristianos y paganos) tengo que ir a sotavento y estar al pairo por quien no conoce sino el deber y el haber por ese tenedor de libros. Él, en cambio, ese calculador, será en buen hora su teniente; y yo (¡Dios bendiga el título!), alférez de su señoría moruna.

RODRIGO.- ¡Por el cielo, antes hubiera sido yo su verdugo!

IAGO.- Pardiez, ¡y qué remedio me queda! Es el inconveniente del servicio. El ascenso se obtiene por recomendación o afecto, no según el método antiguo en que el segundo heredaba la plaza del primero. Juzgad ahora vos mismo, señor, si en justicia estoy obligado a querer al moro.

RODRIGO.- En ese caso, no seguiría yo a sus órdenes.

IAGO.- ¡Oh! Estad tranquilo, señor. Le sirvo para tomar sobre él mi desquite. No todos podemos ser amos, ni todos los amos estar fielmente servidos. Encontraréis más de uno de esos bribones, obediente y de rodillas flexibles, que, prendado de su obsequiosa esclavitud, emplea su tiempo muy a la manera del burro de su amo, por el forraje no más, y cuando envejece, queda cesante. ¡Azotadme a esos honrados lacayos! Hay otros que, observando escrupulosamente las formas y visajes de la obediencia y ataviando la fisonomía del respeto, guardan sus corazones a su servicio, no dan a sus señores sino la apariencia de su celo, los utilizan para sus negocios, y cuando han forrado sus vestidos, se rinden homenaje a sí propios. Estos camaradas tienen cierta inteligencia, y a semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que a ser yo el moro, no quisiera ser Iago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo. El cielo me es testigo; no tengo al moro ni respeto ni obediencia; pero se lo aparento así para llegar a mis fines particulares. Porque cuando mis actos exteriores dejen percibir las inclinaciones nativas y la verdadera figura de mi corazón bajo sus demostraciones de deferencia, poco tiempo transcurrirá sin que lleve mi corazón sobre mi manga para darlo a picotear a las cornejas. ¡No soy lo que parezco!

RODRIGO.- ¡Qué suerte sin igual tendrá el de los labios gordos si la consigue así!

IAGO.- Llamad a su padre. Despertadle. Encarnizaos con el moro, envenenad su dicha, pregonad su nombre por las calles, inflamad de ira a los parientes de ella, y aunque habite en un clima fértil, infectadlo de moscas. Por más que su alegría sea alegría, abrumadle, sin embargo, con tan diversas vejaciones, que pierda parte de su color.

RODRIGO.- He aquí la casa de su padre. Voy a llamarle a gritos.

IAGO.- Hacedlo, y con el mismo acento pavoroso e igual prolongación lúgubre que cuando en medio de la noche y por descuido alguien descubre el incendio en una ciudad populosa.

RODRIGO.- ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Señor Brabancio! ¡Hola!

IAGO.- ¡Despertad! ¡Eh! ¡Hola! ¡Brabancio! ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Mirad por vuestra casa, por vuestra hija y por vuestras talegas! ¡Ladrones! ¡Ladrones!

Entra BRABANCIO, arriba, asomándose a una ventana

BRABANCIO.- ¿Qué razón hay para que se me llame con esas vociferaciones terribles? ¿Qué sucede?

RODRIGO.- Signior, ¿está dentro toda vuestra familia?

IAGO.- ¿Están cerradas vuestras puertas?

BRABANCIO.- ¿Por qué? ¿Con qué objeto me lo preguntáis?

IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! ¡Os han robado! Por pudor, poneos vuestro vestido. Vuestro corazón está roto. Habéis perdido la mitad del alma. En el momento en que hablo, en este instante, ahora mismo, un viejo morueco negro está topetando a vuestra oveja blanca. ¡Levantaos, levantaos! ¡Despertad al son de la campana a todos los ciudadanos que roncan; o si no, el diablo va a hacer de vos un abuelo! ¡Alzad, os digo!

BRABANCIO.- ¡Cómo! ¿Habéis perdido el seso?

RODRIGO.- Muy reverendo señor, ¿conocéis mi voz?

BRABANCIO.- No. ¿Quién sois?

RODRIGO.- Mi nombre es Rodrigo.

BRABANCIO.- Tanto peor llegado. Te he advertido que no rondes mis puertas. Me has oído decir con honrada franqueza que mi hija no es para ti; y ahora, en un acceso de locura, atiborrado de cena y de tragos que te han destemplado, vienes por maliciosa bellaquería a turbar mi reposo.
RODRIGO.- Señor, señor, señor...

BRABANCIO.- Pero puedes estar seguro de que mi carácter y condición tienen en sí poder para que te arrepientas de esto.

RODRIGO.- Calma, buen señor.

BRABANCIO.- ¿Qué vienes a contarme de robo? Estamos en Venecia. Mi casa no es una granja en pleno campo.

RODRIGO.-Respetabilísimo Brabancio, vengo hacia vos con alma sencilla y pura.

IAGO.- ¡Voto a Dios, señor! Sois uno de esos hombres que no servirían a Dios si el diablo se lo ordenara. Porque venimos a haceros un servicio y nos tomáis por rufianes, dejaréis que cubra a vuestra hija un caballero berberisco. Tendréis nietos que os relinchen, corceles por primos y jacas por deudos.

BRABANCIO.- ¿Quién eres tú, infame pagano?

IAGO.- Soy uno que viene a deciros que vuestra hija y el moro están haciendo ahora la bestia de dos espaldas.

BRABANCIO.- ¡Eres un villano!

IAGO.- Y vos sois... un senador.

BRABANCIO.- Tú me responderás de esto. Te conozco, Rodrigo.

RODRIGO.- Señor, responderé de todo lo que queráis. Pero, por favor, decidme si es con vuestro beneplácito y vuestro muy prudente consentimiento (como en parte lo juzgo) como vuestra bella hija, a las tantas de esta noche, en que las horas se deslizan inertes, sin escolta mejor ni peor que la de un pillo al servicio del público, de un gondolero, ha ido a entregarse a los abrazos groseros de un moro lascivo...; si conocéis el hecho y si lo autorizáis, entonces hemos cometido con vos un ultraje temerario e insolente; pero si no estáis informado de ello, mi educación me dice que nos habéis reprendido sin razón. No creáis que haya perdido yo el sentimiento de toda buena crianza hasta el punto de querer jugar y bromear con vuestra reverencia. Vuestra hija, os lo digo de nuevo (si no le habéis otorgado este permiso), se ha hecho culpable de una gran falta, sacrificando su deber, su belleza, su ingenio, su fortuna a un extranjero, vagabundo y nómada, sin patria y sin hogar. Comprobadlo vos mismo inmediatamente. Si está en su habitación o en vuestra casa, entregadme a la justicia del Estado por haberos engañado de esta manera.

BRABANCIO.- ¡Golpead la yesca! ¡Hola! ¡Dadme una vela! ¡Despertad a todas mis gentes!... Este accidente no difiere mucho de mi sueño. El temor de que sea cierto me oprime ya. ¡Luz, digo! ¡Luz! (Desaparece de la ventana.)

IAGO.- Adiós, pues debo dejaros. No me parece conveniente, ni conforme con el puesto que ocupo, ser llamado en justicia (como sucederá, si me quedo) a deponer contra el moro. Porque, a la verdad, aunque esta aventura le cree algunos obstáculos, sé que el Estado no puede, sin riesgos, privarse de sus servicios. Son tan grandes las razones que han movido a la República a confiarle las guerras de Chipre (en curso a la hora presente), que no hallarían, ni aun al precio de sus almas, otro de su talla para dirigir sus asuntos. Por consiguiente, aunque le odio como a las penas del infierno, las necesidades de mi vida actual me obligan, no obstante, a izar el pabellón, y la insignia del afecto, simple insignia, verdaderamente. Si queréis hallarle con seguridad, conducid hacia el Sagitario a los que se levanten para ir en su busca, que allí estaré con él. Y con esto, adiós. (Sale.)

Entran, arriba, BRABANCIO y CRIADOS con antorchas

BRABANCIO.- ¡Es una desgracia demasiado cierta! Ha partido, y lo que me queda por vivir de mi odiada vejez no será ya sino amargura.- ¡Hola, Rodrigo! ¿Dónde la viste? ¡Oh, hija miserable!- ¿Con el moro, dices?- ¿Quién quisiera ser padre?- ¿Cómo supiste que era ella?- ¡Ah, me engaña por encima de toda imaginación!- ¿Qué os dijo?- ¡Traed más luces! ¡Despertad a todos mis parientes!- ¿Creéis que se han casado?

RODRIGO.- Verdaderamente, lo creo.

BRABANCIO.- ¡Oh!, cielo!- ¿Cómo pudo salir?- ¡Oh, traición de la sangre!- Padres, no os fiéis desde hoy de las almas de vuestras hijas por lo que las veis obrar. ¿No existen encantos que permiten abusar de la juventud y de la inocencia? ¿No habéis leído de estas cosas, Rodrigo?

RODRIGO.- Sí, en verdad, señor.

BRABANCIO.- ¡Que se llame a mi hermano!- ¡Oh, que no la hubiereis tenido vos! ¡Vayan los unos en una dirección, y los otros en otra!- ¿Sabéis dónde podríamos cogerles a ella y al moro?

RODRIGO.- Creo que a él podré descubrirle, si os place proveeros de una buena guardia y venir conmigo.

BRABANCIO.- Por favor, guiadnos. Llamaré en todas las casas. Puedo mandar en la mayor parte.- ¡Traed armas, eh! Y levantad a algunos oficiales del servicio de noche.- Marchemos, buen Rodrigo. Yo recompensaré vuestras molestias. (Salen.)


Escena Segunda
El mismo lugar.-Otra calle

Entran OTELO, IAGO y personas del séquito con antorchas

IAGO.- Aunque he matado hombres en el servicio de la guerra, tengo, sin embargo, por caso de verdadera conciencia cometer un asesinato con premeditación. Me falta a veces maldad, que me sería útil. Nueve o diez veces pensé haberle dado aquí, con mi puñal, debajo de las costillas.

OTELO.- Más vale que hayan pasado así las cosas.

IAGO.- Cierto, pero charlaba en demasía y profería términos tan injuriosos y provocativos contra vuestro honor, que con la poca piedad que tengo, me ha costado mucho trabajo soportarle. Pero, os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras? Estad seguro de esto, de que el magnífico es muy estimado, y posee en realidad una voz poderosa, dos veces tan influyente como la del dux. Os obligará a divorciaros, u os opondrá tantos inconvenientes o vejaciones, que la ley (con todo el poder que tiene para reforzarla) le dará cable.

OTELO.- Que obre a tenor de su enojo. Los servicios que he prestado a la Señoría reducirán al silencio sus querellas. Aún está por saberse (y lo proclamaré cuando me conste que la jactancia es un honor) que derivo mi vida y mi ser de hombres de regia estirpe, y en cuanto a mis méritos, pueden hallar, a cara descubierta, a tan alta fortuna como la que he alcanzado. Porque sabe, Iago, que sin el amor que profeso a la gentil Desdémona, no quisiera por todos los tesoros del mar trazar límites fijos y estrechos a mi condición libre y errante. Pero ¡mira! ¿Qué luces son aquéllas?

Entran CASSIO, a distancia, y ciertos oficiales con antorchas

IAGO.- Son del padre, que se ha despertado, y de sus amigos. Debierais iros dentro.

OTELO.- No; que se me encuentre; mi dignidad, mi rango y mi conciencia sin reproche me mostrarán tal como soy. ¿Son ellos?

IAGO.- ¡Por Jano! Creo que no.

OTELO.- ¡Los servidores del dux y mi teniente! ¡Los plácemes de la noche caigan sobre vosotros, amigos! ¿Qué noticias hay?

CASSIO.- El dux os envía sus saludos, general, y requiere vuestra presencia sin demora, en este mismo instante.

OTELO.- ¿De qué creéis que se trate?

CASSIO.- A lo que he podido adivinar, de algo referente a Chipre. Es un asunto de cierta prisa. Esta misma noche las galeras han enviado una docena de mensajeros sucesivos, pisándose los talones unos a otros; y buen número de cónsules están ya levantados y reunidos con el dux. Se os ha llamado aceleradamente, y cuando han visto que no se os hallaba en vuestro alojamiento, el Senado ha despachado tres pesquisas diferentes para proceder a vuestra busca.

OTELO.- Está bien que seáis vos quien me haya encontrado. Voy a decir sólo una palabra aquí en la casa, e iré con vos. (Sale.)

CASSIO.- ¿Qué hacía aquí, alférez?

IAGO.- A fe mía, esta noche ha abordado a una carraca de tierra; si la presa es declarada legal, se hace rico para siempre.

CASSIO.- No entiendo.

IAGO.- Se ha casado.

CASSIO.- ¿Con quién?

Vuelve a entrar OTELO

IAGO.- Por mi fe, con... Vamos, capitán, ¿queréis venir?

OTELO.- Soy con vos.

CASSIO.- He aquí otra tropa que viene a buscaros.

IAGO.-Es Brabancio. General, tened cuidado. Viene con malas intenciones.

Entran BRABANCIO, RODRIGO y oficiales con antorchas y armas

OTELO.- ¡Hola, teneos!

RODRIGO.- Signior, es el moro.

BRABANCIO.- ¡Sus, a él! ¡Al ladrón! (Desenvainan por ambas partes.)

IAGO.- ¡A vos, Rodrigo! ¡Vamos, señor, soy vuestro hombre!

OTELO.- Guardad vuestras espadas brillantes, pues las enmohecería el rocío. Buen signior, se obedecerá mejor a vuestros años que a vuestras armas.

BRABANCIO.- ¡Oh, tú, odioso ladrón! ¿Dónde has escondido a mi hija? Condenado como eres, has debido hechizarla, pues me remito a todo ser de sentido, si a no estar cautiva en cadenas de magia es posible que una virgen tan tierna, tan bella y tan dichosa, tan opuesta al matrimonio que esquivó los más ricos y apuestos galanes de nuestra nación, hubiera incurrido nunca en la mofa general, escapando de la tutela paterna para ir a refugiarse en el seno denegrido de un ser tal como tú, hecho para inspirar temor y no deleite. Séame juez el mundo si no es de toda evidencia que has obrado sobre ella con hechizos odiosos, que has abusado de su delicada juventud por medio de drogas o de minerales que debilitan la sensibilidad. Haré que se examine el caso. Es probable, palpable al pensamiento. Te prendo, pues, y te acuso, como corruptor de personas y practicante de artes prohibidas y fuera de la ley. Apoderaos de él; si resiste, sometedle a sus riesgos y peligros.

OTELO.- ¡Detened vuestras manos, vosotros, los que estáis de mi parte, y vosotros también, los del otro partido! Si mi réplica fuera reñir, la sabría sin apuntador. ¿Dónde queréis que vaya a responder a vuestro cargo?

BRABANCIO.- A la cárcel, hasta que el plazo establecido por la ley y el curso regular de la justicia te llamen a responder.

OTELO.- ¿Qué sucederá si obedezco? ¿Cómo podría entonces satisfacer al dux, cuyos mensajeros están aquí, a mi lado, para conducirme ante él, a propósito de cierto asunto urgente del Estado?

OFICIAL.- Es cierto, muy digno signior. El dux se halla en Consejo y estoy seguro de que ha enviado a buscar a vuestra noble persona...

BRABANCIO.- ¡Cómo! ¡El dux en Consejo! ¿Y a esta hora de la noche? Llevadle. No es una causa ociosa la mía. El dux mismo o cualquiera de mis hermanos de Estado no pueden sino sentir mi ultraje como si les fuera propio. Porque si tales acciones pudieran tener paso libre, los esclavos y los paganos fueran nuestros estadistas. (Salen.)


Escena Tercera
El mismo lugar.-Cámara del Consejo

El DUX y los SENADORES sentados a una mesa; oficiales en funciones de servicio

DUX.- No hay concordancia en estas noticias para que se le dé crédito.

SENADOR PRIMERO.- Son muy divergentes, en verdad. Mis cartas dicen ciento siete galeras.

DUX.- Y las mías ciento cuarenta.

SENADOR SEGUNDO.- Y las mías, doscientas. Sin embargo, aunque no estén conformes en la cifra exacta (y en casos como éste, en que los informes se hacen por conjetura, son frecuentes las diferencias), todas confirman, no obstante, la existencia de una flota turca y haciendo velas con rumbo a Chipre.

DUX.- Bien mirado, parece, en efecto, muy probable. No estoy tan convencido de las inexactitudes para que el hecho capital de estas noticias no me inspire un sentimiento de inquietud.

UN MARINERO (dentro).- ¡Hola, eh! ¡Hola, eh!

Entra el MARINERO

OFICIAL.- Un mensajero de las galeras.

DUX.- ¡Hola! ¿Qué ocurre?

MARINERO.- La armada turca se dirige a Rodas. Se me envía a anunciarlo aquí al gobierno de parte del signior Angelo.

DUX.- ¿Qué decís de este cambio?

SENADOR PRIMERO.- No puede ser, no resiste al ensayo de la razón. Es un simulacro para mantenemos en una contemplación falsa. Cuando consideramos la importancia de Chipre para el turco y comprendemos, además, que no sólo esta isla concierne más al turco que Rodas, sino también que puede tomarla con más facilidad, pues no está armada de semejantes medios de defensa, antes carece por completo de los recursos de que se halla provista Rodas, si reflexionamos en esto, no podemos creer que sea el turco tan torpe que relegue a último lugar la isla que le incumbe en primero y abandone una tentativa fácil y provechosa, para despistar y sostener un peligro infructuoso.

DUX.- Cierto, con toda seguridad, que no piensa en Rodas.

OFICIAL.- Aquí llegan más noticias.

Entra un MENSAJERO

MENSAJERO.- Los otomanos, reverendo e ilustre dux, se dirigen con rumbo fijo hacia la isla de Rodas, habiéndoseles unido en ruta su flota posterior.

SENADOR PRIMERO.- Sí, es lo que yo pensaba. ¿De cuántas naves se compone, en vuestra opinión?

MENSAJERO.- De treinta velas, y ahora virando ponen proa con franca apariencia de llevar sus designios hacia Chipre. El signior Montano, vuestro fiel y muy valeroso servidor, os presenta sus respetuosos deberes, informándoos del hecho y suplicándoos que le creáis.

DUX.- Es cierto, entonces, que van contra Chipre. ¿No se encuentra en la ciudad Marcos Luccicos?

SENADOR PRIMERO.- Está ahora en Florencia.

DUX.- Escribidle de nuestra parte, para que vuelva a correo seguido.

SENADOR PRIMERO.- He aquí venir a Brabancio y al valiente moro.

Entran BRABANCIO, OTELO, IAGO, RODRIGO y oficiales

DUX.- Valeroso Otelo, es menester que os empleemos inmediatamente contra el otomano, nuestro común enemigo. (A Brabancio.) No os veía. Sed bien venido, noble signior; necesitamos de vuestro consejo y de vuestra ayuda esta noche.

BRABANCIO.- Y yo de los vuestros. Que vuestra virtuosa gracia me perdone. No son mis funciones, ni todo lo que he oído de los asuntos de Estado, lo que me ha levantado del lecho; ni el interés público tiene influencia en mí. Porque mi dolor particular es de una naturaleza tan desbordante, tan impetuosa y parecida a las aguas de una esclusa, que engulle y sumerge las demás penas, y él queda siempre igual.

DUX.- Pues ¿qué ocurre?

BRABANCIO.- ¡Mi hija! ¡Oh, mi hija!

DUX y SENADORES.- ¿Muerta?

BRABANCIO.- ¡Sí, para mí! Ha sido seducida, me la han robado y pervertido con sortilegios y medicinas compradas a charlatanes, pues la naturaleza, no siendo ella imbécil, ciega o coja de sentido, no podría haberse engañado tan descabelladamente sin el auxilio de la brujería.

DUX.- Sea quien fuere el que por este odioso procedimiento ha privado así a vuestra hija de sí propia y a vos de ella, sufrirá la aplicación del sangriento libro de la ley interpretado por vos mismo, como os convenga en su texto más implacable; sí, lo será, aun cuando vuestra acusación recayera en nuestro propio hijo.

BRABANCIO.- Lo agradezco humildemente a Vuestra Gracia. He aquí el hombre, este moro, a quien ahora, por mandato especial, habéis traído aquí, parece, para asuntos de Estado.

DUX y SENADORES.- Sentimos por ello el más profundo pesar.

DUX.- (A Otelo.) ¿Qué podéis responder a esto en defensa propia?

BRABANCIO.- Nada, sino que es así.

OTELO.- Muy poderosos, graves y reverendos señores, mis muy nobles y muy amados dueños; es por demás cierto que me he llevado la hija de este anciano; es cierto que me casé con ella: la verdadera cabeza y frente de mi crimen tiene esta extensión, no más. Soy rudo en mis palabras, y poco bendecido con el dulce lenguaje de la paz, pues desde que estos brazos tuvieron el desarrollo de los siete años, salvo durante las nueve postreras lunas, han hallado siempre sus más caros ejercicios en los campos cubiertos de tiendas. Y fuera de lo que concierne a las acciones guerreras y a los combates, apenas puedo hablar de este vasto universo. Por consiguiente, poco embelleceré mi causa hablando de mí mismo. No obstante, con vuestra graciosa autorización, os haré llanamente y sin ambages el relato de la historia entera de mi amor. Os diré qué drogas, qué encantos, qué conjuros, qué mágico poder (pues de tales procedimientos se me acusa) he empleado para seducir a su hija.

BRABANCIO.- Una virgen nunca desenvuelta, de un carácter tan apacible y tímido, que al menor movimiento enrojecía; y, a despecho de su naturaleza, de sus años, de su país, de su reputación, de todo, ¡caer enamorada de quien tenía miedo de mirar! Mostraría un juicio mutilado y muy imperfecto quien declarase que la perfección puede errar a tal punto contra todas las reglas de la naturaleza; y ante un hecho parecido, debe buscarse la explicación en las prácticas astutas del infierno. Mantengo, pues, de nuevo que ha operado sobre ella con algunas poderosas mixturas sobre la sangre, o por alguna poción conjurada a este efecto.

DUX.- Mantenerlo no es probarlo. Necesitáis testimonios mucho más precisos y más claros que esas ligeras aserciones y las probabilidades superficiales de esas ordinarias apariencias.

SENADOR PRIMERO.- Pero hablad, Otelo. ¿Habéis conquistado y emponzoñado por medios indirectos y violentos las afecciones de esta joven doncella? ¿O ha sucedido ello por plegarias y esas bellas instancias que el corazón dirige al corazón?

OTELO.- Os lo suplico, enviad a buscar la dama al Sagitario y que se explique respecto de mí delante de su padre. Si en el relato me halláis culpable, no os contentéis con retirarme la confianza y el cargo que os debo, sino que vuestra sentencia caiga sobre mi propia vida.

DUX.- Traed acá a Desdémona.

OTELO.- Alférez, guiadles; vos conocéis mejor el sitio. (Salen Iago y acompañamiento.) Y mientras llega, tan sinceramente como confieso al cielo los vicios de mi sangre, así explicaré, con la misma franqueza, a vuestros graves oídos, cómo conquisté el amor de esta bella dama, y ella el mío.

DUX.- Referidlo, Otelo.

OTELO.- Su padre me quería; me invitaba a menudo; interrogábame siempre sobre la historia de mi vida, detallada año por año; acerca de las batallas, los asedios, las diversas suertes que he conocido. Yo le contaba mi historia entera desde los días de mi infancia hasta el momento mismo en que mandaba hablar. Le hacía relación de muchos azares desastrosos, de accidentes patéticos por mar y tierra; de cómo había escapado por el espesor de un cabello a una muerte inminente; de cómo fui hecho prisionero por el insolente enemigo y vendido como esclavo; de cómo me rescaté y de mi manera de proceder en mi historia de viajero. Entonces necesitaba hacer mención de vastos antros y de desiertos estériles, de canteras salvajes, de peñascos y de montañas cuyas cimas tocaban el cielo, y hacía de ellos la descripción. Luego hablaba de los caníbales, que se comen los unos a los otros (los antropófagos), y de los hombres que llevan su cabeza debajo del hombro. Desdémona parecía singularmente interesada por estas historias, pero las ocupaciones de la casa la obligaban sin cesar a levantarse; las despachaba siempre con la mayor diligencia posible, luego volvía y devoraba mis discursos con un oído ávido. Habiéndolo yo observado, elegí un día una hora oportuna y hallé fácilmente el medio de arrancarle del fondo de su corazón la súplica de hacerla por entero el relato de mis viajes, de que había oído algunos fragmentos, pero sin la debida atención. Accedí a ello, y frecuentemente le robé lágrimas, cuando hablaba de alguno de los dolorosos golpes que habían herido mi juventud. Acabada mi historia, me dio por mis trabajos un mundo de suspiros. Juró que era extraño, que en verdad era extraño hasta el exceso, que era lamentable, asombrosamente lamentable; hubiera deseado no oírlo, no obstante anhelar que el cielo le hiciera nacer de semejante hombre. Me dio las gracias y me dijo que si tenía un amigo que la amara me invitaba a contarle mi historia, y que ello bastaría para que se casase con él. Animado con esta insinuación, hablé. Me amó por los peligros que había corrido y yo la amé por la piedad que mostró por ellos. Ésta es la única brujería que he empleado. Aquí llega la dama; que sea testigo de ello.

Entran DESDÉMONA, IAGO y acompañamiento

DUX.- Pienso que un relato así hubiera vencido también a mi hija. Mi buen Brabancio, tomad por el lado mejor este asunto hecho trizas. Los hombres se defienden más seguramente con armas rotas que con sus manos desnudas.

BRABANCIO.- Oídme, os ruego. ¡Que ella confiese que recorrió la mitad del camino, y entonces que la destrucción caiga sobre mi cabeza si mi más fuerte censura se dirige contra este hombre! Venid acá, linda señorita. ¿Descubrís entre toda esta noble compañía a quién debéis sobre todo obediencia?

DESDÉMONA.- Mi noble padre, noto aquí un deber compartido. Os estoy obligada por mi vida y mi educación; mi vida y mi educación me enseñan qué respeto os debo. Sois el dueño de mi obediencia, ya que hasta aquí he sido vuestra hija. Mas he aquí mi esposo; y la misma obediencia que os mostró mi madre, prefiriéndoos a su padre, reconozco y declaro deberla al moro, mi marido.

BRABANCIO.- ¡Dios sea con vos! He terminado. Si place a Vuestra Gracia, ocupémonos de los asuntos del Estado -más me hubiera valido adoptar un hijo que engendrar eso-. Ven acá, moro. Te otorgo aquí con todo mi corazón lo que te negaría con todo mi corazón, si no lo tuvieras ya. Gracias a ti, alhaja, me siento feliz en el fondo de mi alma por no haber tenido más hijos; pues tu escapada me enseñaría a ser lo bastante tirano para ponerles trabas. He acabado, señor.

DUX.- Dejadme hablar como hablaríais vos mismo, y pronunciar una máxima que podrá servir de escalón o peldaño a estos enamorados para recobrar vuestro favor. Cuando los remedios son inútiles, los pesares que se ligaban a nuestras esperanzas dan fin por la inutilidad misma de los remedios. Llorar una desgracia consumada e ida es el medio más seguro de atraerse otra desgracia nueva. Cuando no puede salvarse lo que se lleva el hado, lo mejor es transformar por la paciencia esta injuria en mofa. El hombre robado que sonríe roba alguna cosa al ladrón; pero a sí mismo se roba el que se consume en un dolor sin provecho.

BRABANCIO.- En ese caso, que el turco nos arrebate Chipre; no perderemos nada, mientras podamos reírnos. Lleva fácilmente esta máxima el que no lleva sino el torpe consuelo que encierra; pero lleva a la vez su dolor y la máxima el que para pagar la pena se ve obligado a pedir prestado a la pobre paciencia. Estas máximas, azúcar y hiel a un tiempo e igualmente fuertes de ambos lados, son equívocas. Las palabras no son más que palabras y todavía no he escuchado que se pueda penetrar en un corazón roto a través del oído. Os lo ruego humildemente, ocupémonos de los asuntos del Estado.

DUX.- El turco navega rumbo a Chipre con poderosos preparativos. Otelo, la capacidad de resistencia de esta plaza os es particularmente conocida, y aunque tengamos allí un sustituto de probada suficiencia, sin embargo, la opinión, soberana señora de las circunstancias, halla en vos competencia más segura. Por consiguiente, debéis resignaros a ensombrecer el resplandor de vuestra nueva fortuna con esta más porfiada y borrascosa expedición.

OTELO.- La tirana costumbre, muy graves senadores, ha hecho de la cama pedernal y acero de la guerra mi lecho de pluma tres veces cernido. Ante las aventuras peligrosas, siento, lo confieso, un ardor natural y pronto. Me encargo, pues, de la presente guerra contra los otomanos. En consecuencia, inclinándome humildemente ante vuestro poder, solicito en favor de mi esposa disposiciones conformes a su rango, lugar de residencia y un sueldo en consonancia con su condición, y la casa y servidumbre que reclama su nacimiento.

DUX.- Puede alojarse en casa de su padre, si accedéis.

BRABANCIO.- No lo consiento.

OTELO.- Ni yo.

DESDÉMONA.- Ni yo tampoco. Me niego a residir allí; para evitar a mi padre los sentimientos de impaciencia que mi vista le haría experimentar. Muy gracioso dux, otorgad a mi petición una acogida favorable y que vuestro asentimiento me cree una protección que asista mi sencillez.

DUX.- ¿Qué deseáis, Desdémona?

DESDÉMONA.- Que he amado al moro lo suficiente para pasar con él mi vida, el estrépito franco de mi conducta y la tempestad afrontada de mi suerte lo proclaman a son de trompeta en el mundo. Mi corazón está sometido a las condiciones mismas de la profesión militar de mi esposo. En su alma es donde he visto el semblante de Otelo y he consagrado mi vida y mi destino a su honor y a sus valientes cualidades. Así, caros señores, si se me deja aquí como una falena de paz, mientras él marcha a la guerra, se me priva de participar en los ritos de esta religión de la guerra por la cual le he amado, y tendré que soportar por su querida ausencia un pesado ínterin. Dejadme partir con él.

OTELO.- Vuestro asentimiento, señores. Os lo suplico, que tenga vía libre su voluntad. Sedme testigos, cielos, de que no lo pido, pues, para satisfacer el paladar de mi apetito, ni para condescender con el ardor -difuntos en mí los transportes de la juventud- y la satisfacción propia. Y el cielo guarde a vuestras buenas almas de pensar que olvidaré vuestros serios y grandes asuntos porque ella esté conmigo. No, cuando los ojos ligeros del alado Cupido encapiroten en voluptuosa indolencia mis facultades de pensamiento y de acción hasta el punto de que mis placeres corrompan y manchen mis ocupaciones, que las amas de casa hagan una cazuela de mi yelmo y toda indigna y baja adversidad haga frente a mi estimación.

DUX.- Se quede o parta, decidlo vos particularmente; el asunto reclama urgencia y debe responderle la prontitud.

SENADOR PRIMERO.- Es menester que partáis esta noche.

DESDÉMONA.- ¿Esta noche, señor?

DUX.- Esta noche.

OTELO.- Con todo mi corazón.

DUX.- Nosotros volveremos a reunirnos aquí a las nueve de la mañana. Otelo, dejad tras vos alguno de vuestros oficiales y os llevará nuestro despacho, con todas las demás ordenanzas de títulos y mando que os conciernen.

OTELO.- Si place a Vuestra Gracia, dejaré aquí a mi alférez; es un hombre honrado y fiel. Dejo a su cuidado acompañar a mi esposa y remitirme todo cuanto vuestra virtuosa gracia juzgue necesario enviarme.

DUX.- Sea. Buenas noches a todos. (A Brabancio.) Noble señor, si es verdad que a la virtud no le falta el encanto de la belleza, vuestro yerno es más bello que atezado.

SENADOR PRIMERO.- ¡Adiós, bravo moro! Tratad bien a Desdémona.

BRABANCIO.- Vela por ella, moro, si tienes ojos para ver. Ha engañado a su padre y puede engañarte a ti. (Salen el Dux, Senadores, Oficiales, etc.)

OTELO.- ¡Mi vida en prenda de su fe! Honrado Iago, debo confiarte mi Desdémona. ¡Por favor, pon a tu mujer a su servicio, y llévalas luego en la ocasión más favorable! Ven, Desdémona. Sólo tengo una hora para emplearla contigo en el amor, asuntos mundanos y disposiciones que tomar. (Salen Otelo y Desdémona.)

RODRIGO.- ¡Iago!...

IAGO.- ¿Qué dices, noble corazón?

RODRIGO.- ¿Qué piensas que debo hacer?

IAGO.- ¡Pardiez!, irte a la cama y dormir.

RODRIGO.- Voy a ir a ahogarme inmediatamente.

IAGO.- Está bien; si lo haces, no te estimaré en lo sucesivo. ¡Pardiez, que eres un hidalgo estúpido!

RODRIGO.- Estúpido es vivir cuando la vida se convierte en un tormento; y, además, tenemos la receta para morir cuando la muerte es nuestro médico.

IAGO.- ¡Oh, cobardía! He contemplado el mundo por espacio de cuatro veces siete años, y desde que pude distinguir entre un beneficio y una injuria, jamás hallé un hombre que supiera estimarse. Antes de decir que me ahogaría por el amor de una pintada de Guinea, cambiaría de humanidad con un babuino.

RODRIGO.- ¿Qué habré de hacer? Confieso que es para mí una vergüenza estar apasionado hasta ese punto, pero no alcanza mi virtud a remediarlo.

IAGO.- ¿Virtud? ¡Una higa! De nosotros mismos depende ser de una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines en los que hacen de jardineros nuestras voluntades. De suerte que si queremos plantar ortigas o sembrar lechugas; criar hisopo y escardar tomillo; proveerlo de un género de hierbas o dividirlo en muchos, para hacerlo estéril merced al ocio o fértil a fuerza de industria, pardiez, el poder y autoridad correctiva de esto residen en nuestra voluntad. Si la balanza de nuestras existencias no tuviese un platillo de razón para equilibrarse con otro de sensualidad, la sangre y bajeza de nuestros instintos nos llevarían a las consecuencias más absurdas. Pero poseemos la razón para templar nuestros movimientos de furia, nuestros aguijones carnales, nuestros apetitos sin freno; de donde deduzco lo siguiente: que lo que llamáis amor es un esqueje o vástago.

RODRIGO.- Puede ser.

IAGO.- Simplemente una codicia de la sangre y una tolerancia del albedrío. ¡Vamos, sé un hombre! ¡Ahogarte! ¡Ahóguense gatos y cachorros ciegos! He hecho profesión de ser tu amigo, y protesto que estoy ligado a tus méritos con cables de una solidez eterna. Jamás podría servirte mejor que ahora. Echa dinero en tu bolsa, síguenos a la guerra, cambia tus rasgos con una barba postiza. Echa dinero en tu bolsa, digo. No puede ser que Desdémona continúe mucho tiempo enamorada del moro -echa dinero en tu bolsa-, ni él de ella. Tuvo en ésta un principio violento, al cual verás responder una separación violenta. -Echa sólo dinero en tu bolsa-. Estos moros son inconstantes en sus pasiones -llena tu bolsa de dinero-; el manjar que ahora le sabe tan sabroso como las algarrobas, pronto le parecerá tan amargo como la coloquíntida. Ella tiene que cambiar a causa de su juventud. Cuando se sacie de él, descubrirá los errores de su elección. Por consiguiente, echa dinero en tu bolsa. Si te empeñas en condenarte, elige un medio más delicado que el de la sumersión. Recoge todo el dinero que puedas. Si la santimonia y un voto frágil entre un berberisco errante y una superastuta veneciana no son una tarea demasiado dura para los recursos de mi inteligencia y de toda la tribu del infierno, la poseerás. Por consiguiente, procúrate dinero. ¡Mala peste con ahogarte! Eso es ponerse fuera de razón. Trata más bien de que te ahorquen después de satisfacer tu deseo, que de ahogarte y partir sin ella.

RODRIGO.- ¿Quieres servir fielmente a mis esperanzas, si me decido a la realización?

IAGO.- Confía en mí. -Ve, hazte con dinero- Te lo he dicho a menudo y te lo vuelvo a repetir una y mil veces: odio al moro; mi causa está arraigada en mi corazón; la tuya no es menos sólida; estamos estrechamente unidos en nuestra venganza contra él. Si puedes hacerle cornudo, te darás a ti mismo un placer y a mí una diversión. El tiempo está preñado de muchos acontecimientos que habrá de parir. ¡Adelante! ¡En marcha! Ve, provéete de dinero. Hablaremos de esto mañana con más espacio. Adiós.

RODRIGO.- ¿Dónde nos encontraremos mañana por la mañana?

IAGO.- En mi alojamiento.

RODRIGO.- Estaré contigo temprano.

IAGO.- Márchate.-¿Me oís, Rodrigo?

RODRIGO.- ¿Qué decís?

IAGO.- ¡Nada de ahogarse! ¿Entendéis?

RODRIGO.- He cambiado de opinión. Voy a vender todas mis tierras.

IAGO.- Marchaos. ¡Adiós! Poned bastante dinero en vuestra bolsa. (Sale Rodrigo.) Así hago siempre de un imbécil mi bolsa. Porque profanaría la experiencia que he adquirido, si gastara mi tiempo con un idiota semejante, a no ser para mi provecho y diversión. Odio al moro y se dice por ahí que ha hecho mi oficio entre mis sábanas. No sé si es cierto; pero yo, por una simple sospecha de esa especie, obraré como si fuera seguro. Tiene una buena opinión de mí; tanto mejor para que mis maquinaciones surtan efecto en él. Cassio es un hombre arrogante... Veamos un poco... Para conseguir su puesto y dar libre vuelo a mi venganza por una doble bellaquería... ¿Cómo? ¿Cómo?... Veamos... El medio consiste en engañar, después de algún tiempo, los oídos de Otelo susurrándole que Cassio es demasiado familiar con su mujer. Cassio tiene una persona y unas maneras agradables para infundir sospechas; tallado para perder a las mujeres. El moro es de naturaleza franca y libre, que juzga honradas a las gentes a poco que lo parezcan y se dejará guiar por la nariz tan fácilmente como los asnos... ¡Ya está! ¡Helo aquí engendrado! ¡El infierno y la noche deben sacar esta monstruosa concepción a la luz del mundo! (Sale.)


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