Los seres humanos vinimos al mundo con singulares dones y compartimos la Creación con millones de criaturas, y en virtud de nuestra vida consciente tenemos atributos especiales que se manifiestan con el don del lenguaje, el poder de reflexión, la capacidad del amor y el talento para la creación. Con esos atributos constituimos una porción singular en la totalidad de lo viviente.

Todo lo que existe tiene una naturaleza y una razón de ser en el concierto del Universo. Cuando descubrimos que somos parte sustancial del Cosmos adviene un sentimiento de identificación con lo existente, que lo experimentan de un modo especial los niños, los primitivos y los místicos. Se trata de una participación con el ser de las cosas que se expresa en una actitud emocional de empatía, integración y colaboración con la Naturaleza y en su progresión culmina en la unión con la Divinidad. Y cuando descubrimos que hemos sido creado a imagen suya nace un sentimiento de gozo por el vínculo divino subyacente en nuestra interioridad. Ese sentimiento tiene una connotación mística.

La mística entraña la búsqueda de lo divino. Es la mística el estadio más alto de la conciencia trascendente y aparece cuando la sensibilidad se abre a los efluvios del Universo.


Las tres vertientes principales de la realidad (realidad objetiva, realidad imaginaria y realidad trascendente) que la literatura convierte en modos de ficción (mimética, mítica y metafísica), sustancian el proceso de la creación. Pues bien, inspirado en la existencia de los diversos modos de conocimiento, podemos hablar de tres niveles de percepción:

1. La percepción sensorial, fundada en los datos percibidos por los sentidos, se realiza a través de la captación de los colores, olores, sabores, sonidos y las texturas de las cosas. La dimensión sensorial alienta la comprensión estética de lo viviente.

2. La reflexión teorética, fundada en la reflexión o recreación de lo real, se manifiesta a través de un proceso intelectual e imaginativo mediante el cual nuestra inteligencia formaliza las ideas que elabora de las cosas convirtiendo en conceptos e imágenes la representación de lo existente. La reflexión teorética alienta la cosmovisión de la realidad o la fabulación de lo existente.

3. La aprehensión noética, fundada en la captación intuitiva de las cosas, se canaliza a través de los datos intangibles que capta la intuición formalizando la dimensión interior, esencial y trascendente de lo real. La aprehensión noética aporta los datos indispensables para la creación artística y científica.

La experiencia mística se vincula con la percepción noética de lo real puesto que el sentimiento de lo místico es una expresión de la dimensión trascendente de la sensibilidad. Los poetas y los místicos trabajan con la intuición. Los poetas elaboran su creación con los datos que capta la intuición y los místicos precisan de la intuición para captar la dimensión profunda de lo real desde la vivencia de su contemplación espiritual, y ambos procesos, el del poeta y el del místico, son indispensables para la creación de la poesía mística, fraguada en el ámbito de la trascendencia y la espiritualidad. La operación poética roza el misterio, vivencia que se realiza desde el hondón de la sensibilidad profunda. Como la creación poética entraña una operación creativa en la dimensión de la realidad trascendente, a ese nivel se llega no sólo con los sentidos físicos sino con los sentidos metafísicos, siendo la poesía mística el grado más sutil de creatividad al que tienen acceso los teopoetas, razón por la cual tienen que acudir a los símbolos para comunicar el estado inefable de la realidad sublime. Vivir el ámbito trascendente de la experiencia teopática es una de las vivencias supremas de la conciencia humana.

En virtud de la percepción noética los teopoetas, como los niños, los primitivos y los místicos, aprehenden la verdad directa o, lo que es lo mismo, tienen una percepción de lo existente no mediatizada por la razón. Eso es lo peculiar de la percepción intuitiva de las cosas, nivel de aprehensión que, en virtud de su cercanía con la zona irracional de las percepciones trascendentes supone una percepción noética, vocablo formado del original griego nous [nous], que alude al mundo interior de la conciencia, al estado puro de la percepción intuitiva de las cosas.

Lo que existe bajo el velo de lo intangible -concepto que los antiguos griegos llamaban aleteia [aletheia], palabra con la cual definían la verdad, que literalmente significa ‘sin velo’- es la Realidad Sutil, plena y rotunda que concita la búsqueda del místico. El ámbito de la trascendencia es el espacio interior en el que se mueven contemplativos, metafísicos y místicos. La búsqueda metafísica es una operación intelectual centrada en la exploración del sentido. La búsqueda mística es una vivencia espiritual centrada en la unión con lo divino. Se trata de dos motivaciones diferentes, lo que establece la diferencia entre la poesía metafísica y la poesía mística. Para emprender la búsqueda mística hay que descender, como hacen los espirituales, hasta la nada misma, despojándose la persona de convenciones y prejuicios con el proceso llamado kenosis [kénosis], ‘anonadamiento’, ‘rebajación’ o ‘anulamiento’, que es un despojamiento espiritual, para superar el egoísmo, la vanidad y la apetencia subalterna, condiciones requeridas para acceder a la puerta del Misterio, con humildad y actitud limpia, como han hecho los místicos de Occidente desde los tiempos presocráticos y los iluminados del Oriente desde los antiguos taoístas, y como lo han testimoniado en sus creaciones los visionarios, los santos, los contemplativos y los teopoetas.

Un texto inspirado en la mística oriental, aludiendo a la conciencia de esa realidad profunda, consigna:

Cuando buscas conocerlo, no puedes verlo.
No puedes cogerlo
pero tampoco puedes perderlo.
Al no ser capaz de obtenerlo,
lo obtienes.
Cuando estás silencioso,
Él habla;
cuando tú hablas, Él guarda silencio.
La gran puerta está completamente abierta
para las almas sensibles
y ninguna multitud impide el paso.

La percepción de las cosas puede generar diferentes actitudes ante la misma realidad, pero hay algunas manifestaciones sensibles, como la belleza, o algunas cogitaciones interiores, como la verdad, que despiertan sentidos especiales y, a veces, iluminan la inteligencia profunda. Probablemente la percepción de la belleza está en la antesala de la percepción de lo divino mismo, y fue Platón quien dijo que el sentimiento de la belleza culmina en Dios.

Se trata, en esencia, de sentir en la belleza otra dimensión, la del pensamiento trascendente que reclama una hondura interior en atención a la realidad esencial de lo viviente. Es propio de la mística inspirar un sentimiento de apertura hacia la realidad trascendente, sentimiento que comienza con una identificación entrañable con lo real, valorando en su belleza sensorial lo esencial de lo existente, con una cordial ponderación del valor y el sentido de cada cosa, criatura o elemento. Ese sentimiento provoca una conciencia de sí mismo, una conciencia de la otredad y una conciencia de la Energía Superior del Universo que se aprecia en la misma Creación. Es una triple conciencia que llena la vida de los iluminados, los visionarios, los santos y los contemplativos y que los teopoetas asumen como la sustancia y la razón de sus creaciones.
Más que centrarse en su propio yo, la conciencia del místico se centra en el ser de las cosas, marginando el egoísmo y los intereses personales, propiciando un sentimiento de unidad e integración con lo viviente y sobre todo estableciendo un vínculo de amor con las personas, las criaturas y las cosas.

El Misticismo prohijó el cultivo de los valores más altos del espíritu, como la ternura cósmica, el amor universal, la belleza sublime, la unión armoniosa, el apego a la verdad, el sentimiento de la belleza, así como la valoración de la soledad, el silencio y la contemplación. Desde luego, la gracia mística es un don, como lo es la vida, el lenguaje, el amor, la reflexión y la creatividad. El esplendor del Mundo ha sido asumido por esta corriente espiritual para explicar no sólo la percepción estética sino la valoración cósmica y la vocación mística que despierta en nosotros el esplendor de la Creación, como han enseñado los sabios, los iluminados y los místicos, desde Platón hasta Karol Wojtyla, pasando por San Francisco de Asís, Jalal-ud-in Rumi, San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, Rabindranath Tagore, Evelyn Underhill, Pierre Teilhard de Chardin y Thomas Merton, entre otros espirituales de las diferentes culturas que exaltan la Naturaleza como expresión de lo sagrado, centrando en el amor a lo divino la visión mística del mundo.

La vivencia de la realidad, cuando es intensa y profunda, da lugar a diversos estados de conciencia y variados modos de compenetración con lo viviente. Son múltiples las vibraciones de lo real en la conciencia, desde la simple percepción de los colores y los sonidos, hasta la intuición de los fluidos sobrenaturales que percibe verdades universales. Por eso podemos hablar del sentido estético, el sentido cósmico y el sentido místico, tres estadios de la sensibilidad profunda que tienen una alta significación en el proceso de la creación literaria.

La conciencia mística se desarrolla cuando se ha despertado la sensibilidad trascendente. Además de la sensibilidad para lo sensorial, que capta los datos percibidos por los sentidos físicos, tenemos la capacidad para sentir, mediante los sentidos metafísicos, los datos de la realidad trascendente a través de sus efluvios sobrenaturales. El desarrollo de la sensibilidad trascendente es un grado superior de nuestra capacidad de comprensión. Y está en la base de las grandes creaciones humanas, como la poesía mística, la música culta, el arte sacro, la teología espiritual y la filosofía. La conciencia mística, que es el estadio superior de la conciencia, requiere en el sujeto que la desarrolla una buena dotación física, disposición moral, sentimiento de ternura, pureza de alma y una honda inclinación religiosa. Siendo la conciencia espiritual el más alto grado de la sensibilidad trascendente, funda una escala de percepción, interpretación y valoración ascendente -sentido estético, sentido cósmico y sentido místico-. Es importante desglosar esos tres aspectos.

1) El SENTIDO ESTÉTICO, fundado en el goce sensorial que inspira la percepción de la belleza en fenómenos, criaturas y elementos, desde los datos del paisaje hasta el esplendor de lo viviente, genera un sentimiento de atracción y deleite, es decir, una sensación de fruición originaria. El sentido estético suele desbordar su cauce ordinario alcanzando otros peldaños de la sensibilidad, como el sentimiento cósmico y el sentimiento místico basados en la Fuerza Espiritual que los trasciende, y uno de los postulados de la sabiduría mística es ver en la belleza de la Creación la expresión de la Divinidad, que se hace presente en la Creación del Mundo y la valoración de su Creador. Por eso dijo Platón que el sentimiento de la belleza suele culminar en Dios. De hecho, cuando el filósofo griego reflexionaba sobre el sentido de la belleza y el misterio escribió páginas memorables. En el Fedón, el pensador ateniense consignó:

De la Belleza, vuelvo a repetir que la vimos allí, resplandeciente, en compañía de las formas celestiales, y, al venir a la tierra, la hallamos también aquí, resplandeciente de claridad, a través de la más clara apertura de los sentidos. Pues la vista es el más penetrante de nuestros sentidos corporales, aunque no sea vista por ella la sabiduría. Su hermosura nos habría extasiado si hubiera habido una imagen visible de ella, y las demás ideas, si tuvieran equivalentes visibles, serían igualmente hermosas. Mas es este el privilegio de la Belleza, que, siendo la más hermosa, es también la más palpable a la vista. Ahora bien, quien no ha sido recientemente iniciado, o quien ha sido corrompido, no se eleva con facilidad fuera de este mundo hasta la visión de la verdadera Belleza en el otro… Pero aquel cuya iniciación sea reciente, y que ha sido espectador de muchas glorias en el otro mundo, queda asombrado cuando contempla un rostro o una forma de semejanza divina, que es la expresión de la Divina Belleza, y en seguida le recorre un estremecimiento, y una vez más el viejo asombro se apodera de él… (1).

En “Animal de fondo ante la Cruz del Sur”, el poeta español Juan Ramón Jiménez se sintió inspirado ante la contemplación de La Cruz del Sur en uno de sus viajes por América, y la belleza a que alude se ha interpretado como un símbolo de la Belleza Absoluta, que es la conciencia mística entrevista ya en su infancia de Moguer, y que en esta vivencia espiritual se le revela en la sensibilidad estética:

La Cruz del Sur se echa en una nube
y me mira con ojos diamantinos
mis ojos más profundos que el amor,
con un amor de siempre conocida.
Estuvo, estuvo, estuvo
en todo el cielo azul de mi inmanencia;
eran sus cuatro ojos la conciencia limpia,
la sucesiva solución de una hermosura
que me esperaba en la cometa,
que yo remontaba cuando niño.
Y yo he llegado, ya he llegado,
en mi penúltima jornada de ilusión
del dios consciente de mí y mío,
a besarle los ojos, sus estrellas,
con cuatro besos solos de amor vivo;
el primero, en los ojos de su frente;
el segundo, el tercero, en los ojos de sus manos
y el cuarto, en ese ojo de su pie de alta sirena.
La Cruz del Sur me está velando
en mi inocencia última,
en mi volver al niño dios que yo fui un día
en mi Moguer de España.
Y abajo, muy debajo de mí, en tierra subidísima,
que llega a mi exactísimo ahondar,
una madre callada de boca me sustenta,
como me sustentó en su falda viva,
cuando yo remontaba mis cometas blancas;
y siente ya conmigo todas las estrellas
de la redonda, plena eternidad nocturna
(2).

2) EL SENTIDO CÓSMICO, fundado en la identificación con la Naturaleza que inspiran el encanto y el misterio de la Creación, genera un sentimiento de compenetración con lo viviente. La primera señal de esa valoración desata el sentido cósmico, sobre el cual escribió Teilhard de Chardin:

Llamo sentido cósmico a la afinidad, más o menos confusa, que nos liga psicológicamente al Todo que nos envuelve. La existencia de este sentimiento es indudable y tan antigua aparentemente como el origen del pensamiento. El sentido cósmico debió nacer tan pronto como el hombre se encontró frente a la selva, el mar, las estrellas. Y desde entonces se manifiesta su huella en todo lo que experimentamos de grande y de indefinible, en el arte, la poesía, la religión (3).

El sentimiento que concita el esplendor del Cosmos es fuente de inspiración en autores con sensibilidad espiritual y estética, como fray Luis de León, creador de poemas memorables por la pureza de su lírica y la hondura de su mística, según revela en “Noche serena”:

Cuando contemplo el cielo
de innumerables luces adornado,
y miro hacia el suelo
de noche rodeado,
en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena
despiertan en mi pecho un ansia ardiente;
despiden larga vena
los ojos hechos fuente,
Olarte, y digo al fin con voz doliente:

Morada de grandeza,
templo de claridad y hermosura,
el alma que a tu Alteza,
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, escura?

¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino, olvidado, perdido
sigue la vana sombra, el bien fingido?
El hombre está entregado
al sueño, de su muerte no cuidando,
y con paso callado
el cielo vueltas dando
las horas del vivir le va hurtando.
¡Oh! despertad, mortales;
mirad con atención en vuestro daño:
las almas inmortales
hechas a bien tamaño
¿podrán vivir de sombras y de engaño?

¡Ay! Levantad los ojos
a aquesta celestial eterna esfera,
burlaréis los antojos
de aquesta lisonjera
vida, con cuanto teme y cuanto espera
(4).

3) EL SENTIDO MÍSTICO, fundado en la búsqueda de lo divino, adviene con la convicción de que toda la Creación es obra del Creador a quien llamamos Dios, y que otras culturas identifican con los nombres de Tao, Brahman, el Eterno o el Absoluto. Como somos una creación divina, encarnamos un vínculo espiritual con el Creador del Mundo. Esa conciencia despierta el sentido místico, que fundamenta el más alto nivel espiritual en el ser humano. Se trata de una percepción igualmente universal que inspira un sentimiento generado en la apelación entrañable que sienten las criaturas hacia la Belleza y el Misterio de la Creación y la grandeza de su Creador. En efecto, cuando la belleza intensifica el deleite que proporciona su esplendor sensorial, se hace pasión en la conciencia, y ese sentimiento se impregna del encanto de la belleza en su expresión cósmica y se contagia del misterio de lo divino en su expresión trascendente, que es la Belleza Suprema.
En su magistral estudio sobre el Misticismo, Evelyn Underhill presenta una descripción fascinante sobre el sentido místico, sugiriendo al mismo la existencia del sentido estético y el sentido cósmico que despierta el sentimiento de la belleza y el asombro del misterio. Estas son sus palabras:

En el curso de su vida, la mayoría de las personas han conocido esas horas platónicas de iniciación, en las que el sentido de la belleza se ha elevado de un sentimiento placentero a una pasión, y un elemento de extrañeza y de terror se ha mezclado con su deleite. En esas horas, el mundo ha parecido estar cargado de una nueva vitalidad, de un esplendor que no pertenece a él, sino que se vierte a su través, como se vierte la luz a través de un vitral, la gracia a través de un sacramento, procedente de la Belleza Perfecta que ‘resplandece en compañía de las formas celestiales’, más allá de la pálida apariencia. En tales estados de intensificada conciencia, cada brizna de hierba parece preñada de sentido y se convierte en fuente de luz maravillosa: ‘una pequeña esmeralda en la Ciudad de Dios’ (5).

Por eso, además del sentido estético y el sentido cósmico, aflora el sentido místico, que San Juan de la Cruz alude en un “saber no sabiendo” de “un no sé qué” plasmado con una hermosura cautivante en su “Cántico espiritual” a través de símbolos inspirados en elementos de la Naturaleza:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decilde que adolezco, peno y muero.

¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.

Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

¡Ay!, ¿quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero.

Y todos cuanto vagan
de ti me van mil gracias refiriendo,
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.

Mas ¿cómo perseveras,
¡oh vida!, no viviendo donde vives,
y haciendo porque mueras
las flechas que recibes
de lo que del Amado en ti concibes?
Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!
(6).

Cada uno de los sentidos enfocados tiene un fundamento y funda una conciencia. El sentido estético, base de la conciencia estética, entraña la percepción y la valoración de los datos sensoriales de las cosas, así como el gozo ante la belleza y el esplendor de lo viviente. A su vez, el sentido cósmico, base de la conciencia cósmica, genera la convicción de nuestra coparticipación en la esencia común de lo viviente. Esta conciencia nos enseña el concepto de que estamos hechos de la misma sustancia del Universo en virtud de nuestro vínculo con la Totalidad. Y en tal virtud, genera un sentimiento de empatía y compenetración con lo existente y una valoración del sentido de fenómenos y cosas. Y el sentido místico, la base de la conciencia espiritual, implica la fe en la existencia de la Energía Superior del Universo, de cuya fuente procede todo lo existente. Y desde luego, inspira el sentimiento de unión y amor por lo viviente y la cordial valoración de lo sagrado, que concita la búsqueda de lo divino. El sentido místico, aliado del sentimiento de lo divino, proviene de la intuición de que la Creación del Mundo es obra de Dios y de que nosotros somos a imagen de Dios y en consecuencia la belleza y el misterio de la Creación despiertan no sólo la sensibilidad estética y la sensibilidad cósmica sino también la sensibilidad mística, desplegando el más alto peldaño de la sensibilidad espiritual que, con el disfrute de la Creación, sentimos que todo lo creado procede del Creador que inspira gracia, aliento y entusiasmo. José María Pemán canaliza ese sentimiento en “Canto a la Eucaristía” de esta manera:

En la nada sin nombre, cuando nada existía,
como el temblor posible de un venidero día,
existía el Amor.
¿Por qué quiso el Señor,
que todo lo tenía, buscar la compañía
de este hermano menor?
Salirse el río de la fuente;
aceptar este riesgo del “otro”;
esta inminente llegada del pecado;
darle nombre y figura al aire desplomado
de perfil y rigor,
sólo pudo ser obra del Amor.
Sólo el Amor podía
plantearse a sí mismo esta querella:
reñir esta porfía,
dar leyes a la estrella,
complacerse en el día
y hacer la libertad para luchar con ella…
¡Sólo el Amor podía!
Amor se puso a herrar con su mano encendida
el desbocado potro de la vida
(7).

La convicción del origen divino de la Creación alienta el sentido místico y el sujeto contemplador percibe el mundo como expresión o creación de la Divinidad, sentimiento que inspira el gozo de sentir el mundo en su vínculo divino, lo que genera el sentimiento místico potenciado por el sentido estético y el sentido cósmico ante el valor de lo creado, y esos tres sentidos amuchan la fruición espiritual del alma produciendo un entusiasmo desbordante, que se manifiesta en canto jubiloso como lo expresan los creadores de la lírica mística, sintiendo un aliento gozoso y arrebatador bajo el impulso del sentimiento de lo divino en el corazón humano. El sentimiento místico no requiere haber vivido la experiencia del éxtasis divino ya que se puede incluso experimentar con el despertar de la conciencia espiritual y para comunicarlo no es necesario mencionar a Dios sino dar cuenta de lo que siente el corazón ante su influjo cautivante, como lo hace Clara Janés en su hermosa obra poética. En su habitual manera de escribir su creación teopoética, es decir, en forma indirecta y simbólica fundada en elementos naturales, la destacada poeta española anhela descorrer el velo que oculta la Presencia infinita:

Quítate el velo,
oh alba amada, y deja ver
en toda plenitud las rosas
y despierta el rocío
en mis dormidos miembros.
La boca del amor es una copa
presta a absorber la transparencia
y a escanciarla
(8).


El estado de la contemplación, propicio al sentimiento místico, mediante el concurso del silencio y la gracia, alumbra el interior de la persona humana que experimenta la necesidad de la iluminación espiritual. Carl J. Jung descubrió que la tendencia espiritual conocida como Misticismo es una inclinación natural del espíritu humano, y esa disposición de la sensibilidad la vincula entrañablemente a la fuente del inconsciente colectivo, que es el manadero de las verdades universales (9).

Quien ha desarrollado la conciencia mística se convence de que somos uno con la Totalidad del Universo y de que tenemos un destino común que a todos nos aguarda, y esa convicción propicia seguridad y armonía, y el deseo de potenciar la energía creadora hacia la comprensión de lo viviente y la unión con lo divino mismo, como lo alcanza la creación teopoética (10). La presencia divina en el Cosmos es una intuición del alma a través de lo viviente de la Naturaleza. El creyente siente y sabe que la Naturaleza toda es una manifestación de lo divino, una presencia viva de lo divino o una creación de la Divinidad. Los individuos y los pueblos que mantienen sus creencias ancestrales y alientan una visión del mundo fundada en la percepción y la ponderación de los valores trascendentes recrean las formas arquetípicas en las que los creyentes confían y fundan sus vidas. En “Oda a Francisco Salinas”, fray Luis de León testimonia ese sentimiento que embriaga el alma cuando finca su vida en lo que realmente vale y trasciende (11):

El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada,
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino
mi alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida,
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce,
en suerte y pensamientos se mejora;
el oro desconoce
que el vulgo ciego adora,
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.

Ve como el gran maestro,
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.

El sentimiento místico activa la inclinación contemplativa. Partiendo de que algo grande mora en nuestro interior, el poeta interiorista madrileño, José Félix Olalla, canaliza en versos henchidos de emoción sagrada la hermosura entrañable que envuelve al alma con la fruición de lo divino en “Ventana del Monasterio”:

Si vas a ser silencio ensaya ahora
frente a este parteluz de la ventana,
recuerda lo que importa que recuerdes
esa extraña faz, esa presencia extraña.

Si vas a ser, no vayas lejos de ti;
como un recinto sagrado tus entrañas
son esencia verdadera, son el centro
que el tiempo purifica y adelgaza.

Siéntete prójimo con el hombre próximo,
abraza al forastero de mañana;
son tus hermanos porque tú eres fruto
de una mano que te hace y que te llama.

Ventana del Monasterio, desde fuera
las aves vuelan y cantan alabanzas,
dentro los monjes se esfuerzan y trabajan.
Ventana del Monasterio, hacia fuera
la belleza de las cosas necesarias;
dentro, la hermosura que cabe en las palabras
(12).

La experiencia trascendente alienta la obra lírica con el aporte de una visión espiritual de la realidad, y esa visión enriquece la experiencia creadora del poeta. Desde luego, cuando la experiencia mística alcanza el grado de compenetración del sujeto con la Esencia divina es imposible testimoniar con la palabra el acto mismo de esa experiencia ontológica, que es lo que se llama una experiencia religiosa. Porque se trata de una experiencia de vinculación espiritual que anula la conciencia de sí mismo en virtud de la compenetración que experimente el sujeto humano con la Energía Superior del Cosmos.

El sentimiento de la mística desencadena una pasión sagrada. Si la experiencia teopática ha sido transformante, es irreversible y permanente el cambio en la persona que la experimentó. Los seres humanos creamos diversas pasiones que dan cuenta de nuestras inclinaciones, proyectos y anhelos. Podemos hablar de tres grandes pasiones que incendian el corazón de los mortales:

La pasión estética, que se manifiesta en la sensación originaria de sentir la belleza del mundo al experimentar el encanto de lo viviente, despierta sensaciones de deleite en la sensibilidad y la conciencia generando el placer estético. Esa experiencia tiene lugar desde la primera etapa de la niñez ante la sensación que entraña conocer el esplendor sensorial de lo existente.

La pasión erótica, que despierta el placer de los sentidos, da lugar a la sensación que generan las delicias sensuales, que se intensifica con el placer carnal y el posterior advenimiento del amor. Eros está en la base del placer sensual y también impulsa la curiosidad del saber, el anhelo de superación y el deseo de vivir.

La pasión mística, que adviene con la sensación de sentir la llama de lo divino en la sensibilidad profunda, se convierte en la más alta apelación del espíritu. Esta pasión interior, grávida y sagrada, genera la capacidad de sentir en el espíritu, vivencia que entraña el estadio espiritual de la conciencia trascendente. Las tres pasiones citadas alumbran valiosas obras literarias, filosóficas, teológicas y artísticas.

En su experiencia con lo viviente el místico intuye que la vida, en tanto producto de Dios, es eterna por el vínculo directo con la Potencia divina. Es una manera de descubrir, mediante la revelación ontológica, que el Ser se le revela en su plenitud viviente. Esa conciencia de lo real conlleva una elevación moral y una iluminación interior que supera el miedo a la muerte, propicia la liberación interior y alienta el apego a lo que realmente vale y permanece. En tal virtud, el místico descubre el sentido de la sabiduría, las verdades poéticas, los efluvios sutiles, la voz universal y las revelaciones trascendentes.

Quien tiene abiertas las antenas de sus sentidos interiores y ha desarrollado su sensibilidad trascendente comienza a ver el mundo de una manera edificante y luminosa. Valora las sensaciones originarias, ve en lo viviente el fluir secreto de la Vida, y todo le parece original con su frescura prístina, sintiendo que cada día es una bendición divina y percibiendo lo peculiar de cada cosa, fenómeno o elemento. Todo lo viviente fluye con sus sensaciones primarias y con el encanto originario de sus manifestaciones primordiales. Nace así un sentimiento puro y auténtico de identificación con lo viviente, y con la apelación de lo sagrado adviene un júbilo entrañable en alabanza porque las cosas son.

El místico aprecia en todo lo existente una expresión de lo divino y ese sentimiento es índice de que se tiene una auténtica conciencia de lo real. Y se pondera el sentido y el valor de lo existente. El sentimiento místico de pertenencia a la Totalidad, con la convicción de que formamos parte del Universo, que es creación divina, y de que lo divino mismo mora en nosotros, desata el sentido del amor y la piedad, el anhelo de unión con lo viviente y el júbilo entrañable, que el místico vive intensa y entrañablemente.

El sentimiento místico de sentir el mundo como expresión de lo divino genera una empatía de amor y de piedad con su ternura cósmica. Y un vínculo entrañable con todo lo viviente. Ese sentimiento puede expresarse con el lenguaje poético con que se comunican las demás vivencias y pasiones, pero el hecho místico por excelencia, que es el éxtasis, precisa del lenguaje de la experiencia mística, es decir, del uso de símbolos y parábolas fundadas en elementos naturales. La teopoética, expresión lírica y estética de intuiciones místicas, canaliza con el lenguaje de los símbolos el sentido de la voz interior, la sabiduría infinita y las revelaciones de la conciencia.

Es importante que enfoquemos los motivos místicos concurrentes en las grandes creaciones de inspiración teopoética:

1. El sentimiento de la belleza como vínculo divino. Rainer María Rilke, el famoso lírico alemán, alude a la experiencia mística, que arranca de la vivencia estética como se puede apreciar en los siguientes versos: “Un árbol se irguió entonces./ Oh elevación pura./ Orfeo canta./ Árbol esbelto en el oído./ Todo enmudece./ Mas del total silencio/ surge un principio, la señal, el cambio./Dios puede hacerlo./ Pero ¿puede esperar un hombre/ penetrar la angosta lira y seguir?/ Su sentimiento es discordia. /Los Templos de Apolo /no se encuentran donde se intersectan/ dos caminos del corazón./Ya que la canción, como la enseñáis, no es deseo, /ni pretensión de algo finalmente alcanzado; /canción es existencia./ Para el dios descansado./Pero ¿cuánto debemos existir?/ Y ¿necesita Él que la tierra y los cielos existan para nosotros?/Es más que estar enamorado,/ aunque tu emocionada voz/haya abierto tu boca tonta así: /aprende a olvidar aquellos éxtasis fugaces./Muy diferente es el aliento /de la verdadera canción /Un aliento puro. Una sacudida divina./ Un soplo”(13).

2. El sentimiento de identificación con la expresión estética, cósmica y mística de lo viviente. Miguel de Unamuno, el gran creador español, sintió la conmoción ante la presencia de lo viviente, según dice en “Un cementerio de lugar castellano”:

Corral de muertos, entre pobres tapias,
hechas también de barro,
pobre corral donde la hoz no siega,
sólo una cruz, en el desierto campo
señala tu destino.
Junto a esas tapias buscan el amparo
del hostigo del cierzo las ovejas
al pasar trashumantes en rebaño,
y en ellas rompen de la vana historia,
como las olas, los rumores vanos.
Como un islote en junio,
te ciñe el mar dorado
de las espigas que a la brisa ondean,
y canta sobre ti la alondra el canto de la cosecha.
Cuando baja en la lluvia el cielo al campo
baja también sobre la santa yerba donde la hoz no corta,
de tu rincón, ¡pobre corral de muerto!,
y sienten en sus huesos el reclamo del riesgo de la vida.
Salvan tus cercas de mampuesto y barro las aladas semillas,
o te las llevan con piedad los pájaros,
y crecen escondidas amapolas,
clavellinas, magarzas, brezos, cardos,
entre arrumbadas cruces,
no más que de las aves libres pasto.
Cavan tan sólo en tu maleza brava,
corral sagrado,
para de un alma que sufrió en el mundo
luego, sobre esa siembra, barbecho largo!
Cerca de ti el camino de los vivos,
no como tú, con tapias, no cercado,
ya riendo o llorando,
rompiendo con sus risas o sus lloros
el silencio inmortal de tu cercado
(14).

3. El sentimiento de valoración de lo sagrado por su condición divina. El poema “Revelación”, de la escritora interiorista Ofelia Berrido, ilustra lo que experimenta el alma ante la inexplicable subyugación que imanta los sentidos bajo el arrebato de la Belleza y el Misterio (15):

Aquel día…
Aquel instante imposible de medir
experimenté la diafanidad del Universo.
No vi Tu imagen ni oí Tus palabras, pero Te aprehendí.
En aquella Luz nunca antes vislumbrada,
en aquella intensa claridad,
en aquella naturaleza en su esplendor,
en aquella felicidad en la cual me convertí,
Te sentí.
Aquel rapto de paz y de goce
me cerró las puertas de la duda
y me abrió el camino de la fe.

4. El sentimiento de exaltación y alabanza de lo divino mismo. Se trata de una inclinación espiritual que experimentan los místicos que los induce a disfrutar la vivencia de lo sagrado, como lo experimentó Karol Wojtyla en su lírica mística:

Ver así dentro de uno mismo, nadie se atrevería.
Él, Él sabía todo en otra forma,
sin apenas levantar los ojos.
Él, gavilla de sabiduría.
Como ese pozo,
desde donde da en el rostro la claridad del agua,
Él tenía un espejo,
sí, como ese pozo, de brillos profundos.
Él no tenía por qué salir de sí mismo,
ni aún levantar la vista.
Me veía. Me tenía en Él.
Me conocía profundamente, sin esforzarse,
haciendo que surgiera en mi interior la vergüenza,
el pensamiento largo tiempo escondido.
Como si hubiese vibrado al ritmo de mis sienes,
Él llevaba sobre sí mi fatiga inmensa,
en forma tan dulce.
Sus palabras eran simples.
Con ellas me rodeaba como un rebaño de ovejas.
Su voz hacía surgir en mí
pájaros dormidos que dejaban el nido.
Sabía completamente mi secreto, mi falta.
¡Cómo debía herirte todo,
cómo debía pesarte!
(Ese manar de pensamientos, esa losa de plomo que cae).
Tú callas -pero yo sé-, yo que discerní tus palabras,
que mi sufrimiento de ese instante
no era de la magnitud del tuyo.
El amor quisiera vivir hoy ese dolor,
quitártelo, extenderlo, como cinta cortante.
Demasiado tarde:
Hoy todo dolor que de Ti proviene,
al avanzar se transforma en amor.
¡Qué hallazgo, qué bueno saberlo!
Sin embargo Tú ni siquiera alzaste la vista,
me hablaste con esos ojos en los que se reflejaba
la claridad profunda del pozo
(16).

5. El sentimiento de júbilo por el encanto de la Creación. Es la entonación jubilosa que manifiesta la lírica en su expresión jocunda en virtud de lo creado con el Creador del Mundo, como canta Víctor Hugo en “Éxtasis”:

Yo estaba junto al mar, una noche de estrellas.
Ni una nube en el cielo, ni en el mar una vela.
Mis ojos escrutaban, fijos, el más allá.
Los bosques y los montes y toda la natura
eran interrogantes, en confuso murmullo,
las estrellas del cielo, las olas de la mar.
Las estrellas de oro, legiones infinitas,
con sus voces distintas de miles armonías
decían, inclinando su luciente esplendor,
e igualmente las olas, que nadie ha domeñado
decían, encrespando la espuma de sus crestas:
-¡Es el Señor, es nuestro Señor Dios!
(17).

Evelyn Underhill sostiene que la necesidad de lo divino, que en todo ser humano existe, se hace consciente en el místico. En su obra fundamental ya citada la famosa autora inglesa afirma que esta disciplina del espíritu despierta la dimensión más valiosa del ser humano, que es la espiritualidad y su vínculo divino. Su fina capacidad de penetración mística le inspiró decir: “Allí donde el filósofo argumenta y el poeta intuye, el místico experimenta” (18).

La mística es sin duda la tendencia espiritual más elevada que puede alcanzar el desarrollo de la conciencia humana, puesto que encierra el más alto estadio de la espiritualidad. De ahí que el estado místico propicie la desaparición de miedos y angustias, el temor a la muerte o a las adversidades, la supresión del sentimiento del pecado, las ambiciones materiales, el deseo de poder, de fama y de riqueza y desde luego alienta también la vocación de servicio, el amor a la verdad, la dedicación al bien y la valoración de la belleza, la unión y la armonía. El místico es un hombre veraz, auténtico, sencillo, respetuoso y amable. En virtud de esas atribuciones, las cualidades del místico se cifran en la búsqueda de vida interior, pureza de espíritu y anhelo de perfección, que plasma en su vida, sus ideales y en su obra, encauzándola hacia el bien de los demás. Por eso la mística entraña una auténtica experiencia transformante basada en el amor, la verdad, la belleza, el bien y la virtud. Y por eso mismo la mística es la opción predilecta del Interiorismo, ya que la condición espiritual, interna y divina, es la faceta más entrañable de la naturaleza humana.

El despertar de la conciencia a la realidad divina, que entraña la vida superior de la conciencia, es la culminación del desarrollo espiritual humano. La convicción de que constituimos una creación singular en la Creación del Mundo, en virtud de nuestra coparticipación en la esencia divina, es la razón de este privilegio que es la vida con un sentido trascendente para el destino final que nos aguarda.

Notas:
1. Platón, Fedro, 250.
2. Juan Ramón Jiménez, “La Cruz del Sur”, en J. García López, Antología de la Literatura Española y Universal, Barcelona, Editorial Teide, 1967, 8ª. edición, p.226.
3. Teilhard de Chardin, Yo me explico, Madrid, Taurus, 1996, p. 151.
4. En Miguel de Santiago, Antología de poesía mística española, Barcelona, Verrón Editores, 1998, p.56.
5. Evelyn Underhill, La Mística: Naturaleza y desarrollo de la Conciencia Espiritual, Ávila, España, Centro Internacional de Estudios Místicos-Trotta, 2006, p.35.
6. San Juan de la Cruz, “Cántico espiritual”, en Obra completa, Madrid, Alianza Editorial, Edición de Luce López-Baralt y Eulogio Pacho, 1999, T. II, pp. 14-15.
7. Ibidem, p.197.
8. Clara Janés, Diván del ópalo del fuego, Murcia, Regional de Murcia, 2005, p. 24.
9. Claire Myers Owens, “La experiencia mística: hechos y valores”, en La experiencia mística, Barcelona, Kairós, 1992, 5ª. ed., p. 136.
10. Carl Jung, Psicología y Religión, Barcelona, Juman, 1964, p. 184.
11. En Miguel de Santiago, Antología de poesía mística española, p. 63.
12. José Félix Olalla, Colección particular, Madrid, Fur Printing, 2002, p. 65.
13. Rilke, Sonetos. Citado en La experiencia mística, p. 191.
14. Miguel de Unamuno, “En un cementerio de lugar castellano”, en Los titanes de la poesía universal, México, Diana, 1964, p. 302.
15. Inédito. Cedido por la autora al suscrito en abril de 2007.
16. Karol Wojtyla, Poemas, México, Edit. Jus, 1990, p. 54.
17. J. García López, Antología de la literatura española, Barcelona, Teide, 1967, p. 154.
18. Evelyn Underhill, La Mística, citado, p. 38.

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Academia Dominicana de la Lengua

Bruno Rosario Candelier es presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, y gestor cultural coordinando el Ateneo Insular, el Movimiento Interiorista, Tertulia Literaria Letras de la Academia y el Grupo Mester de Narradores. Lea la entrega del Premio Nacional de Literatura 2007.

Además, conozca la directiva de la Academia Dominicana de la Lengua.


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