Es uno de los puntales de la poesía contemporánea dominicana. Su obra presenta a un poeta intuitivo, con graves preocupaciones sobre la existencia del hombre. Sus inicios revelan un énfasis marcadamente modernista, aunque siempre ajeno al deslumbramiento verbal.
Sus primeros versos fueron divulgados en las revistas Páginas, Renacimiento y Letras. En 1921 junto a Rafael Augusto Zorrilla, Andrés Avelino, Vigil Díaz y Francisco Ulises Domínguez, anunció en la revista La Cuna de América, el nacimiento del Postumismo, movimiento poético que patentizó, mediante el uso de elementos genuinamente nacionales, el versolibrismo iniciado por Vigil Díaz en la segunda década del siglo XX.
Moreno Jimenes mantuvo hasta los últimos días de su vida un espíritu de combate que lo hizo estar presente en todos los acontecimientos literarios de significación, entre ellos Los Nuevos y La poesía sorprendida.
Agonía
I
Hija, yo no sé qué decirte si la muerte es buena o si la vida es amarga; sólo te aconsejo que despiertes, adulta de comprensión más que tu Padre!
II
Hija, ya no habrá oriente ni poniente para tu porvenir: una sábana blanca serán tus días, una sábana blanca será tu pasado y tu recuerdo una estrella que frente a frente me iluminará el porvenir!
III
No sé por qué tu agotamiento me trae una recóndita dicha anegada de lágrimas, que me hace auscultar el corazón de la tarde.
IV
Tu infancia y tu silencio me parecen hermanos.
V
Hija, hazme tomar la resolución de los otros: vuelve mi proa añicos y mi voluntad una piragua; que nada sea mío desde hoy, que no quiera poseer nada mañana; desnudo de bienes y desnudo de virtudes hazme; sin egoísmo de lealtades y sin egoísmo de pureza; hazme entero el milagro de darme todo a los elementos, como si fuera en sustanciación un ser increado!...
VI
Tu vida fue microscópica, pero grande; el segundo de tu existir, eterno!
VII
Hija, cuántas nubes, cuántos pájaros, cuántos horizontes insospechados me abre en el amanecer tu ruta!
VIII
Hija mía, para ti la mañana no será clara ni fresca; verás envuelta el alba en la noche, y las cosas de mayor transparencia tomarán ante tus ojos la actitud de un largo crepúsculo.
IX
En este mundo donde sólo se premia la capacidad de fingir mejor, era justo que llegaras, y después de breves instantes, ya estuvieras confundida con la cal y con la mariposa, con el carbón y con la piedra.
X
¡Cómo me alivianas la sombra, al advertir desde que te dormiste que en mi derredor todo es sombra!
XI
¡Oh tú, que me enseñaste desde que naciste a ver la vida con ojo más sabio y a la humanidad con ojo más triste! Triste, triste; ¿y no es acaso la suprema alegría de los seres mudables el ser tristes? Triste fue la faz de la tierra cuando se desperezó el primer hombre! Triste tiene que quedar la tierra cuando se desentuma en su regazo el último hombre!
XII
¡Oh, tú, que desde que naciste pude decir: boleta de la tumba Oh, tú, que ya crecida pude decir, por tu desvalidez, la preferida mía.
XIII
Por ti quise cambiar y que la fortuna me sonriera; por ti no cambié y la fortuna no me sonreirá nunca!
XIV
Hija, cada vez que examino tu vida me doy cuenta que tú eres como mi vida: una sombra entre dos crepúsculos!
XV
Iba a decir entre dos agotadoras auroras y ya ves, reincindí, sin querer, entre dos crepúsculos!
XVI
¿Por qué tan pura, tan casta y tan leve, te debas parecer al crepúsculo?
XVII
Olvidaba que toda adjetivación es cruel y ruda: Dios dio desnudo a los hombres el verbo, y del lenguaje, sólo debe quedar desnudo el verbo!
XVIII
Toda filigrana de síntesis es una profanación ¿verdad, hija mía? Ya no te puedo buscar sin parcializaciones, sin atributo contingente: ¡serás en mi incompleto nombrar, sencillamente, el vaho de las cosas!
XIX
No te puedo asir con una palabra, y no debe extrañarte, recónditamente, porque estás para mí más alta que la región de las palabras!
XX
Y vuelvo a caer en las comparaciones. ¡Oh, hija, cuán subordinado estoy a la vida!
XXI
Miserable hombre que osa creer que después de la sombra la vida es vida!
XXII
De imperfecciones se forman nuestras excelencias y es toda la existencia del hombre un brazo tendido hacia el turbio por qué de los enigmas!
XXIII
-Tiene el pulso demasiado débil, pero este letargo no es la muerte-. Su médico era mi propia almohada de cabecera y yo quedé perplejo ante su callado sufrimiento y la miseria de la vida!
XXIV
Si fuera bizco de pensamiento y tuviera la boca siempre llena de mentidas palabras; hija, iba a blasfemar por tu dolor... pero, ¡perdona!
XXV
¡Compran caro el suelo donde colocan a los muertos, y ellos son más dueños de la tierra que los hombres que comercian con ellos!
XXVI
¡Al través de los milenios, los hombres son puñados de tierra que se deforman a su antojo!
XXVII
Hija, ya han venido a avisarme que tus pies están fríos. Hija, resígnate a que lo blanco no sea blanco y a que lo negro no sea negro.
XXVIII
Hija, cuán brilla el sol sobre el tamiz de los guayabos, cómo se agiganta la nada sobre la soledad de tu aposento, cómo nace y renace la esperanza por entre los ámbitos de la vida!
XXIX
Tibien la leche, terciada con agua, para si mi chiquitina despierta. Cuídemela hasta que se vuelva esperma como capullo inmortal el cuidado. Ella es carne de mi vida, flor de mi pensamiento, cemento de mi alma.
XXX
(¡Eres, amada mía, como flor del higüero joven, como el azogue del crepúsculo, como la diafanidad de la Naturaleza toda!).
XXXI
No seas padre; sé Hombre, sencillamente. ¡Gira tu vida a tu derredor y que tu amor a una abstracta "Humanidad" no te haga olvidar jamás de que eres Hombre!
Giacomo Puccini es uno de los pocos compositores de ópera capaces de usar brillantemente las técnicas operísticas alemana e italiana. Se le considera el sucesor de Giuseppe Verdi. Algunas de sus melodías como "O mio babbino caro" de Gianni Schicchi y "Nessun Dorma" de Turandot forman parte hoy día de la cultura popular.
El Librero presenta a:
Angela Gheorghiu interpretando Un bel di - M Butterfly – de Puccini
Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.
Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.
Vivió en América pensando siempre en la tertulia ausente, suspirando por ella, alimentando su deseo con la voluntaria ignorancia de la suerte que corriera. Y pasaron años y más años, y su tío no le dejaba volver. Y suspiraba silenciosa e íntimamente.. No logró hacerse allí una patria nueva, es decir, no encontró una nueva tertulia que le compensase de la otra. Y siguieron pasando años hasta que su tío se murió, dejándole la mayor parte de su cuantiosa fortuna y lo que valía más que ella, libertad de volverse a su patria, pues en aquellos veinte años no le permitió un solo viaje. Encontróse, pues, Redondo, libre, realizó su fortuna y henchido de ansias volvió a su tierra natal.
¡Con qué conmoción de las entrañas se dirigió por primera vez, al cabo de más de veinte años, a la rinconera del café de la Unión, a la izquierda del fondo, según se entra, donde estuvo su patria! Al entrar en el café el corazón le golpeaba el pecho, flaqueábanle las piernas. Los mozos o eran o se habían vuelto otros; ni les conoció ni le conocieron. El encargado del despacho era otro. Se acercó al grupo de la rinconera; ni Romualdo el de los colmos, ni el Patriarca, ni Henestrosa, ni Ortiz el poeta festivo, ni el embustero de Manolito, ni D. Moisés, ni… ¡ni uno solo siquiera de los desconocidos! Su patria se había hundido o se había trasladado a otro suelo. Y se sintió solo, desoladoramente solo, sin patria, sin hogar, sin consuelo de haber nacido. ¡Haber soñado y anhelado y suspirado más de veinte años en el destierro para esto! Volvióse a casa, a un hogar frío de alquiler, sintiendo el peso de sus sesenta y ocho años, sintiéndose viejo. Por primera vez miró hacia adelante y sintió helársele el corazón al prever lo poco que le quedaba ya de vida.. ¡Y de qué vida! Y fue para él la noche de aquel día insomne, una noche trágica en que sintió silbar a sus oídos el viento del valle de Josafat.
Mas a los dos días, cabizbajo, alicaído de corazón, como sombra de amarilla hoja de otoño que arranca del árbol el cierzo, se acercó a la rinconera del café de la Unión y se sentó en la tercera de las mesitas de mármol, junto al suelo de la que fue su patria. Y prestó oído a lo que conversaban aquellos hombres nuevos, aquellos bárbaros invasores. Eran casi todos jóvenes; el que más, tendría cincuenta y tantos años.
De pronto uno de ellos exclamó: “Esto me recuerda uno de los colmos del gran D. Romualdo”. Al oírlo, Redondo, empujado por una fuerza íntima, se levantó, acercóse al grupo y dijo:
-Dispensen, señores míos, la impertinencia de un desconocido, pero he oído a ustedes mentar el nombre de D. Romualdo el de los colmos, y deseo saber si se refieren a D. Romualdo Zabala, que fue mi mayor amigo de la niñez.
-El mismo -le contestaron.
-¿Y qué se hizo de él?
-Murió hace ya cuatro años.
-¿Conocieron ustedes a Ortiz, el poeta festivo?
-Pues no habíamos de conocerle, si era de esta tertulia.
-¿Y él?
-Murió también.
-¿Y el Patriarca?
-Se marchó y no ha vuelto a saberse de él cosa alguna.
-¿Y Henestrosa?
-Murió.
-¿Y D. Moisés?
-No sale ya de casa; ¡está paralítico!
-¿Y Manolito el embustero?
-Murió también…
Murió… murió… se marchó y no se sabe de él… está en casa paralítico… y yo vivo todavía… ¡Dios mío! ¡Dios mío! -y se sentó entre ellos llorando.
Hubo un trágico silencio, que rompió uno de los nuevos contertulios, de los invasores, preguntándole:
-Y usted, señor nuestro, ¿se puede saber…?
-Yo soy Redondo…
-¡Radondo! -exclamaron casi todos a coro-. ¿El que fue a América arruinado por su banquero? ¿Redondo, de quien no volvió a saberse nada? ¿Redondo, que llamaba a esta tertulia su patria? ¿Redondo, que era la alegría de los banquetes’ ¿Redondo, el que cocinaba, el que tocaba la guitarra, el especialista en contar cuentos verdes?
El pobre Redondo levantó la cabeza, miró en derredor, se le resucitaron los ojos, empezó a vislumbrar que la patria renacía, y con lágrimas aún, pero con otras lágrimas, exclamó:
-¡Sí, él mismo, él mismo Redondo!
Le rodearon, le aclamaron, le nombraron padre de la patria, y sintió entrar en su corazón desfallecido los ímpetus de aquellas sangres juveniles. Él, el viejo, invadía, a su vez, a los invasores.
Y siguió asistiendo a la tertulia, y se persuadió de que era la misma, exactamente la misma, y que aún vivían en ella, con los recuerdos, los espíritus de sus fundadores. Y redondo fue la conciencia histórica de la patria. Cuando decía: “Esto me recuerda un colmo de nuestro gran Romualdo…”, todos a una: “¡Venga! ¡Venga”. Otras veces: “Ortiz, con su habitual gracejo, decía una vez…”. Otras veces: “Para mentira, aquella de Manolito”. Y todo era celebradísimo.
Y aprendió a conocer a los nuevos contertulios y a quererlos. Y cuando él, Redondo, colocaba algunos de los cuentos verdes de su repertorio, sentíase reverdecer, y cocinó en el primer banquete, y tocó, a sus sesenta y nueve años, la guitarra, y cantó. Y fue un canto a la patria eterna, eternamente renovada.
A uno de los nuevos contertulios, a Ramonete, que podría ser casi su nieto, cobró singular afecto Redondo. Y se sentaba junto a él, y le daba golpecitos en la rodilla, y celebraba sus ocurrencias. Y solía decirle: “¡Tú, tú eres, Ramonete, el principal ornato de la patria!” Porque tuteaba a todos. Y como el bolsillo de Redondo estaba abierto para todos los compatriotas, los contertulios, a él acudió Ramonete en no pocas apreturas.
Ingresó en la tertulia un nuevo parroquiano, sobrino de uno de los habituales, un mozalbete decidor y algo indiscreto, pero bueno y noble; mas al viejo Redondo le desplació aquel ingreso; la patria debía estar cerrada. Y le llamaba, cuando él no le oyera, el Intruso. Y no ocultaba su recelo al intruso, que en cambio veneraba, como a un patriarca, al viejo Redondo.
Un día faltó Ramonete, y Redondo inquieto como ante una falta preguntó por él. Dijéronle que estaba malo. A los dos días, que había muerto. Y Redondo le lloró; le lloró tanto como habría llorado a un nieto. Y llamando al Intruso, le hizo sentar a su lado y le dijo:
-Mira, Pepe, yo, cuando ingresaste en esta tertulia, en esta patria, te llamé el Intruso, pareciéndome tu entrada una intrusión, algo que alteraba la armonía. No comprendí que venías a sustituir al pobre Ramonete, que antes que uno muera y no después nace muchas veces el que ha de hacer sus veces; que no vienen unos a llenar el hueco de otros, sino que nacen unos para echar a los otros. Y que hace tiempo nació y vive el que haya de llenar mi puesto. Ven acá, siéntate a mi lado; nosotros dos somos el principio y el fin de la patria.
Todos aclamaron a Redondo.
Un día prepararon, como hacían tres o cuatro veces al año, una comida en común, un ágape, como le llamaban. Presidía Redondo, que había preparado uno de los platos en que era especialista. La fiesta fue singularmente animada, y durante ella se citaron colmos del gran Romualdo, se dedicó un recuerdo a Ramonete. Cuando al cabo fueron a despertar a Redondo, que parecía haber caído presa del sueño -como que le ocurría a menudo-, encontráronle muerto. Murió en su patria, en fiesta patriótica…
Su fortuna se la legó a la tertulia, repartiéndola entre los contertulios todos, con la obligación de celebrar un cierto número de banquetes al año y rogando se dedicara un recuerdo a los gloriosos fundadores de la patria. En el testamento ológrafo, curiosísimo documento, acababa diciendo: “Y despido a los que me han hecho viviera la vida, emplazándoles para la patria celestial, donde en un rincón del café de la Gloria, según se entra a mano izquierda, les espero”.
Aunque nunca ha visto la luz ni posee figura alguna de lo existente, su sensibilidad nos demuestra que en el interior hay un universo disponible para ser conocido en cualquier momento. Acompañado de una compatriota, excelente intérprete de la música pop.
Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta:
-¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!
La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.
-Caballero -me dijo saboreando el champaña-; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.
-¡Doctor!
-Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.
-Creo -contesté con voz firme y serena- en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.
-En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.
En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!
El doctor continuó:
-¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones. Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio, en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.
Y dirigiéndose a mí:
-¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...
Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:
-Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo...
-Y bien -dijo-, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:
Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor...
Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:
-Puedo confesar francamente que no tenía predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil... diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenía doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto -recalcó de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia Minna- ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules... o negros!
-¿Y el fin del cuento? - gimió dulcemente la señorita.
-Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto gordo, bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall -dijeron-, las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla... Y buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde todo tenía un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A poco Luz y Josefina:
-¡Oh amigo mío, oh amigo mío!
Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a preguntar nada... Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra... en esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mí, y con su misma voz exclamó:
-¿Y mis bombones?
Yo no hallé qué decir.
Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente...
Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!
Uno de los grandes vendedores de discos en la onda instrumental, rompió récord con su álbum Miracles: The Holiday Album (1994), siendo el único CD de música instrumental en alcanzar el primer lugar en las listas americanas. Es uno de los pocos instrumentistas de viento, que consigue tocar y respirar al mismo tiempo, sin interrupción, sino, respiración circular.