Empezaba a penetrar al remanso del sueño cuando desperté abrumada, en medio de la densa oscuridad. El reloj, lumínico y sonoro, me anunció que eran las dos de la madrugada. Apoyé la cabeza en la almohada, anhelante, deseosa de caer en los brazos de la somnolencia. Me fui serenando. Lentos e interminables, los minutos se sucedieron dejándome laxa, pero muy despierta. Mis ojos permanecían abiertos, vagando de un lugar a otro. No tenía miedo. ¿Por qué habría de tenerlo? Quietud era cuanto albergaba mi alma; tranquilidad y calma, mi habitación.

Media hora había transcurrido cuando estiré mi bata de dormir. Miré hacia el lado derecho de la cama y encontré a la imponente Presencia. Supe, desde ese instante, que había un lazo, casi invisible, uniéndonos. Serena y nebulosa, su silueta aguardaba, paciente, al lado de mi lecho. Mientras fijaba mi atención en su cuerpo, se fueron definiendo sus contornos. Pude verle perfectamente. Figura alta y erguida, de líneas suaves. Su rostro era indefinido, casi sin rasgos. No pude darme cuenta de si era un hombre o una mujer. No tenía cabellos o yo no los veía. La cabeza era ovalada, perfecta y muy blanca. Podía ver sus manos largas batiéndose en el aire perfumado. Su respiración era acompasada; mi cuerpo, la cresta de una mansa ola.



El sopor estaba a punto de vencerme. A duras penas, mis párpados podían permanecer abiertos. Sentí una mano asiendo la mía. Hasta mí llegaron sus palabras sutiles y serenas. No movía los labios o la línea que era su boca. Tampoco mis labios se movían. No obstante, podíamos escucharnos con claridad. Debí recibir algún mandato. Me levanté de la cama por el lado izquierdo y de improviso mi bata rosada se transformó en una túnica dorada, semejante a la que la Presencia llevaba con exquisita elegancia. Nos colocamos al lado de la ventana, aspirando la brisa de la madrugada. Levitamos enseguida. Nuestros cuerpos aparecieron recortados contra un cielo inmenso. Nadaban tantas lunas y tantas estrellas. Pasaron los minutos y nuestros pies rozaron el pavimento. Durante un rato recorrimos parques de árboles secos y calles desoladas. No nos atrevimos a hablar; tampoco era necesario. Me daba cuenta de que se sorprendía frente a cada cosa común. Una rama indeleble, y se abría la línea de su boca. Un automóvil, y se agrandaban sus ojos. Iba con las manos abiertas, como si tratara de tocar el aire o de aprehenderlo. Yo observaba, anonadada.

Llegamos por fin a nuestro destino: la casona. Soberbia y abandonada. Sobresalía, bordeada por viejos caobos, en medio de una hilera de casas techadas de cinc herrumbroso. El viento jugaba con nuestras túnicas. Los rayos de las lunas iluminaban nuestros rostros. Nos quedamos expectantes, mirando la construcción de tres pisos, los amplios ventanales. Un largo balcón daba vuelta en torno a la casona. Lo supe. Debíamos penetrar de inmediato. La Presencia lo anhelaba ardientemente. No sabía si iba a mostrar la mansión o si yo debía enseñarla. Sus ojos seguían fijos en la fachada, en la puerta arqueada y maciza. No quise saber más y no pregunté. Me dejé conducir. Ascendimos despacio por los crujientes peldaños. El tiempo había hecho estragos en la escalera, destruyéndola casi por completo.

Nos detuvimos en el primer rellano, con las manos agarradas. Nos sentíamos optimistas, en disposición de entrar en la aventura. Yo tenía la certidumbre de que iba a un mundo oculto e irrepetible. Seguimos ascendiendo. Los peldaños dejaron de rechinar bajo nuestros pies. Llegamos a una puerta vetusta, cuya superficie estaba adornada con ampulosos diseños antiguos. Una mano la empujó. La puerta cedió descubriéndonos una estancia enorme, de altísimas paredes, decorada con candelabros de cobre y cuadros de colores apagados. De inmediato, detuve la mirada en la galería de retratos de ancianos con rostros ceñudos. La Presencia se mantuvo arrodillada. De sus labios brotaba una oración. Los rostros se distendieron un poco y flotaron en ellos muchas sonrisas. Yo echaba una ojeada al rico mobiliario, cubierto con una espesa capa de un polvillo plateado. Alguien cantaba. Yo no dejaba escapar ni un suspiro.

Miré el techo: enorme espacio color miel. En ese cielo flotaban miles de caritas sonrientes, brazos de yeso, cuerpos completos, jarrones rotos, trozos de espejo y zapatos de espuma. Aunque todo estaba velado por una gran telaraña podía ver lo que estaba allí de manera perfecta.

Seguíamos sin hablar. Desde que llegamos no le había expresado mis pensamientos, pero de seguro sabía cuánto pasaba por mi cabeza y todo lo que me impresionaba. En el centro de la estancia, aspirando el olor de las azucenas, rodeada de objetos raros, opté por preguntarle qué era aquello. Mis labios tampoco se movieron. Mas mi mensaje fue captado con nitidez. “Espera un poco y verás”. Abriendo los brazos, cuán alas ligeras, despegó parte de la telaraña y me condujo al lado derecho del salón, para que viera unos despojos. Un resplandor azulino los rodeaba. Un sol cobrizo colgaba a su lado. Miré fijamente. La osamenta era nívea, de un blanco opaco, y yacía encima de mantas acolchadas y sábanas amarillentas. Desde la cima de la calavera salía una larga cola. Unas telas transparentes caían al descuido. En el lugar donde debieron estar los ojos se hallaban dos pozos negros. Diez aros refulgían sobre un almohadón.

Mi acompañante sonrió. Estaba feliz. En ese estado permaneció mucho rato, sin que hiciera el más leve movimiento. Luego hizo una seña que me obligó a fijarme en un rincón, situado a unos cinco metros. En una rica cama, de pomposo decorado, otra osamenta descansaba envuelta en paños de tul. El resplandor de los huesos me cegó por un momento. Una cabellera gris se hallaba colocada sobre un almohadón albo, de arandelas plateadas. Tuve la seguridad de que estaba frente a los restos de una matrona muerta en absoluta calma. Yo seguía inconmovible, absorbiendo los detalles de la escena, fijándome en las cuencas enormes y en los despojos blanquecinos. La Presencia permanecía a mi lado, en actitud pensativa. Después, minutos después, estaba exultante, comunicándome la esencia de ese universo crepuscular.

Una carcajada arruinó el momento. Los huesos blanquecinos saltaron rítmicamente. Un violín gimió en la lejanía. El olor de las azucenas se hizo más intenso. Una paloma aleteó, y yo me quedé pasmada, pálida, sin comprender. Después cesaron los sonidos, desapareció el olor de las azucenas y el silencio se instaló de nuevo. La quietud se posó como una luciérnaga sobre los candelabros apagados.

Un torbellino nos envolvió y las túnicas se abultaron con violencia. La atmósfera se tornó grisácea. Las osamentas se aproximaron hacia donde nos hallábamos. Hablaron; murmuraron. Hasta mí sólo llegó una conversación moribunda. La Presencia conversaba y sonreía. Y yo, en medio de ese intercambio sutil, observando, hasta que el ambiente volvió a ser el mismo que hallé al principio. Las cortinas se volvieron estáticas. Sobre la superficie de los muebles, sobre el marco de los cuadros, se había asentado el polvo otra vez.

Sentí que una mano me halaba. Fuimos hasta las escaleras. La Presencia iba a mi lado, sin mirarme. En su rostro indefinido habitaba la paz. Avanzábamos. Esta vez los peldaños no oscilaron ni rechinaron. Yo iba pensativa. Nuestros pensamientos no se entreveraron en el trayecto por las calles despejadas. Observé que en su faz aparecía una expresión desolada. Sin embargo, esa cara o lo que parecía una cara era ahora más humana, más próxima a mí. Nuestros pasos sonaban exageradamente en la acera, pese a que íbamos sin zapatos. Ya mi voz podía salir de los labios. Pero no hablé. ¿Qué podía decir si carecían de sentido las palabras? Los árboles estaban tranquilos. Una luna llena atravesaba el cielo.

Nos detuvimos frente a mi casa. Con claridad, recuerdo que allí, parada frente a la balaustrada, me negué a entrar. Mi familia dormía. No tenía ningún sentido traspasar el umbral. Empecé a sollozar quedamente y le rogué a la Presencia que no me permitiera entrar. Se mantuvo firme. Con voz grave me dijo que era necesario. Traté de hacerle comprender, pero no quería escuchar mis razones.

Sudorosa, impotente, vencida, me rendí. Hablaba sin mirarme, con palabras certeras. No me quedó más que callar y obedecer. Sus manos se detuvieron sobre mi espalda, sus labios se aproximaron a mis oídos. No dijeron nada, es verdad. Luego ascendió junto conmigo. Eran las tres de la madrugada. El sonido del reloj se escuchaba con claridad. Sabía que había llegado el momento de la despedida. Me ayudó a envolverme entre las sábanas. Ya no tenía rostro. Cuando terminó y estuve acostada, se esfumó. Quedó el cuarto inundado por un humo rosado. Busqué su rastro, pero fue vano el esfuerzo. Al fin comprendí que había escapado como un hálito.

Durante una hora estuve despierta, dando vueltas en la cama. Volví a ver la Presencia o un rastro de ella. Mas el sueño me ganó la partida. A las diez de la mañana entró mamá. Estaba muy preocupada. Acababa de regresar de viaje y le habían contado que llevaba dos días sin salir de la habitación. No le respondí. Ha intentado hacerme hablar y yo callo. Me he quedado inmutable, con las ventanas abiertas y con mi túnica dorada, esperando el regreso.


Enlaces:

Datos biográficos de Emilia Pereyra

Fragmentos de obras de Emilia Pereyra

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Rincón musical

Para proseguir con las producciones dominicanas, reproducimos en El Librero el himno de la canción romántica quisqueyana: Por amor de Rafael Solano. Agregamos la interpretación que hace Jon Secada de esta canción.

El Librero presenta a:

Jon Secada cantando Por amor de Rafael Solano