(Fragmento)

Un día, mientras nos paseábamos por las calles de Atenas antigua, me dijo:

- siento tan intensamente a Dios en mí, que si en este instante tocas mi mano, brotarán chispas.

No le contesté.

- ¿Qué, no lo crees? - me dijo al ver que me callaba. -¡Prueba, toca! - y me tendió la mano.

Yo no quería ridiculizarlo. - Está bien - le dije, te creo; ¿para qué probar? Estaba seguro que no brotaría ninguna chispa. ¿Seguro? Quien sabe. Ahora lamento no haber hecho la prueba.

¿Comediante él? había sido comediante si hubiese representado la simplicidad y la modestia. Pero era el hombre más sincero del mundo. Lo comprobé un día al asistir a un incidente que superaba los límites de lo cómico para entrar en el dominio doliente y peligroso del delirio.


Vivíamos los dos en una casa de campo, en un pinar a la orilla del mar. Leíamos a Dante, el Antiguo Testamento, Homero. Él me recitaba sus versos con su voz tonante, hacíamos largos paseos. Eran los primeros días de nuestra relación. Para mí constituía una gran alegría haber encontrado un hombre que sólo podía respirar en el más alto grado del deseo. Nosotros destruíamos y volvíamos a crear el mundo, estábamos los dos seguros que el alma es todopoderosa. Sólo que él pensaba esto de su alma y yo del alma del hombre.

Una tarde, cuando nos preparábamos para nuestro paseo cotidiano y estábamos de pie en el umbral mirando el mar, he aquí que llega corriendo desaladamente el cartero de la aldea. Sacó una carta de su saco, se la dio a mi amigo, luego se inclinó para hablarle al oído, como enloquecido.

- Hay también un paquete grande para usted... -dijo con voz aterrorizada.

Mi amigo no lo oyó, leía su carta y su semblante se sonrojó. Me tendió la carta:

- Lee...

Tomé la carta y leí: "Mi pequeño Buda, nuestro pobre vecino, el sastre ha muerto. Te lo envío y te ruego resucitarlo", le escribía su mujer.

Mi amigo me miró con angustia: -¿Crees que podré?

Me encogí de hombros: -No sé -respondí-, en todo caso, es muy difícil.
Pero el cartero estaba apurado.

- ¿Qué debo hacer con el paquete? -preguntó y ya levantaba un pie para irse.

- ¡Tráelo" -dijo bruscamente mi amigo. Se volvió nuevamente a mí, como esperando que yo le diese valor; pero yo me sentía muy molesto y callaba.

Nos quedamos inmóviles, esperábamos. El sol descendía hacía el poniente, el mar se había puesto de un rosado oscuro. Mi amigo se mordía los labios y esperaba.

Poco después dos campesinos aparecieron, llevaban un ataúd miserable, el sastre estaba dentro.

- ¡Subido al piso alto! -ordenó mi amigo, y su rostro radiante se había oscurecido.

Volvió a darse vuelta y me miró.

- ¿Qué piensas de esto? -insistió. Su mirada estaba clavada, inquieta, en mis ojos. -¿Qué piensas? ¿Podré?

- Prueba -le respondí-, yo me voy a pasear.

Caminé por la orilla del mar; aspiraba profundamente el olor de los pinos y del mar.

-Ahora se verá -pensaba yo- si es un comediante o un alma peligrosamente temeraria, dispuesta a desear y a emprender lo imposible. ¿Intentará resucitar al muerto o bien, viejo taimado, temerá el ridículo y se irá discreta y tranquilamente a dormir en su cama?

Hoy se verá. Yo temblaba ante la idea de que el alma de mi amigo iba a ser medida de ese modo, y caminaba a toda prisa, agitado.

El sol se había escondido en el mar, resonó entre los pinos el primer graznido de la lechuza, tierno y dolorido, a lo lejos, la cumbre de las montañas, empezaba a esfumarse en el crepúsculo.

Prolongué deliberadamente mi paseo, porque sentía un malestar ante la idea de volver a casa. En primer lugar, me molestaba la presencia del muerto; nunca pude estar junto a un muerto sin estremecerme de desagrado y de temor; luego quería retrasar lo más posible el momento de ver cómo habría actuado mi amigo en aquel momento crucial.

Cuando regresé a casa, el cuarto de mi amigo, situado encima del mío, estaba todo iluminado. No tenía ganas de cenar y me acosté a dormir. Pero no pude pegar los ojos.

Durante toda la noche escuché sobre mi cabeza sordos bramidos y la cama que chirriaba, luego, inmediatamente después, pasos fuertes en todos los sentidos, durante mucho tiempo, luego otra vez los bramidos y la cama que chirriaba. Así toda la noche.

A veces escuchaba a mi amigo suspirar profundamente y abrir la ventana, como si se sofocara y le faltará el aire. Acabé por cansarme y al alba se apoderó de mí el sueño; tardé en despertarme y bajar. Mi amigo estaba sentado ante la mesa, con su leche delante, no lo había probado. Al verlo, tuve miedo: dos grandes ojeras azules rodeaban sus ojos, estaba pálido y sus labios eran blancos. No le dirigí la palabra; me senté a su lado, pesaroso, y esperé.

- He hecho lo que he podido -dijo por fin, como si quisiera disculparse. -¿Recuerda cómo el profeta Eliseo resucitó al muerto? Se extendió sobre él, pegó su boca a la del muerto, y así le transmitía su aliento y bramaba; yo he hecho lo mismo.

Se calló y luego, al cabo de un momento: - Toda la noche... toda la noche... ¡en vano!

Yo estaba lleno de asombro; contemplaba a mi amigo y lo admiraba; había caído en el ridículo, pero lo había superado, había llegado a la frontera trágica del delirio y ahora de regreso, estaba sentado ante mí, agotado.

Se levantó, avanzó hasta el umbral de la puerta, miró al mar, se enjugó la frente en que no cesaban de brotar gruesas gotas de sudor. Se dirigió a mí:

- ¿Y ahora? -preguntó- ¿qué hacer?

- Llama al sacerdote para que venga a enterrarlo -le dije. Y nosotros vámonos a dar nuestro paseo por la orilla del mar.

Lo tomé del brazo, yo temblaba. Nos quitamos los zapatos, los calcetines y chapoteamos en el agua; nos refrescamos. Él no hablaba, pero sentía que el frescor del mar y el ligero oleaje lo apaciguaban.

- Tengo vergüenza... -murmuró por fin. ¿Entonces el alma no es todopoderosa?

- Todavía no lo es -respondí-, llegará a serlo. Es una muestra de gran valor el querer superar los límites del hombre; pero se necesita igual valor para admitir sin terror esos límites y no desesperar. Golpearemos, golpearemos nuestras cabezas contra los barrotes, muchas cabezas quedaran reducidas a polvo, pero un día los barrotes se romperán.

- Yo quisiera que sea mi cabeza la que los rompa -dijo y arrojó un guijarro al mar con un gesto de desprecio. Yo yo -gritó- y nadie más.

Sonreí: "¡yo, yo!", ésta era la prisión terrible, sin puertas, sin ventanas, donde mi amigo estaba encerrado.

- ¿Cuál es la cima más alta que puede alcanzar el hombre? -le dije, procurando consolarlo. Es vencer el yo. Cuando lleguemos a esa cumbre, Angelos, sólo entonces, seremos liberados.

No respondió, pero golpeaba el agua con su talón, furioso.

El aire entre nosotros se había vuelto pesado.

- Entremos -dijo-, estoy cansado.

No estaba cansado, estaba colérico.

Cuando llegamos a casa, para conjurar la desgracia, tendí la mano hacía la rica biblioteca de mi amigo.

- Mira -le dije- voy a elegir un libro con los ojos cerrados, él decidirá.

- ¿Qué decidirá? -dijo mi amigo, nervioso.

- Lo que haremos mañana.

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Estudio sobre Nikos Kazantzakis