Salman Rushdie (Gran Bretaña, 1947). Novelista británico de origen indio. Nació en Bombay y estudió en la Universidad de Cambridge. Entre sus primeras publicaciones destacan las novelas Grimus (1974), Hijos de la medianoche (1981), una alegoría de la India moderna, y Verguenza (1983), donde emplea la fantasía y los sueños a la manera de los surrealistas. Hijos de la medianoche obtuvo el Premio Booker en 1981 y cosechó un inesperado éxito de crítica y público. En 1988 aparecieron Los versos satánicos, una novela muy bien recibida en la que la fantasía se combina con la reflexión filosófica y el sentido del humor. Esta obra despertó las iras de los musulmanes shiíes, quienes la consideraron un insulto al Corán, a Mahoma y a la fe islámica. En consecuencia, la novela fue prohibida en la India, Pakistán, Suráfrica, Egipto y Arabia Saudí. En 1989 el ayatolá iraní Ruhollah Jomeini condenó a muerte al autor y a todos los implicados en la publicación del libro, y en 1992 se puso precio a su cabeza por valor de 5.000.000 de dólares. A pesar de que Rushdie se retractó públicamente y redactó una declaración en la que manifestaba su adhesión al Islam, la fatwá no fue levantada y el autor permanece escondido desde entonces. Ocasionalmente aparece en actos públicos de manera inesperada y concede algunas entrevistas. En 1995, publicó El suspiro del moro, ambientada en el reino nazarí de Granada y en 1999, El suelo bajo sus pies.
El pelo del profeta
A principios del año 19.., cuando Srinagar estaba bajo el embrujo de un invierno tan violento que podía romper los huesos humanos como si fueran de cristal, un joven, cuya piel rosada por el frío tenía, como si fuera escarcha, el lustre inconfundible de la riqueza, fue visto entrando en la parte más miserable y de peor fama de la ciudad, donde las casuchas de madera y chapa ondulada parecían perpetuamente a punto de perder el equilibrio, y preguntando con voz baja y grave dónde podría contratar los servicios de un ladrón profesional de confianza. El nombre del joven era Atta, y los vagabundos de aquella parte de la ciudad lo dirigieron alegremente hacia callejones aún más oscuros y menos transitados, hasta que en un patio, húmedo de la sangre de un pollo sacrificado, fue agredido por dos hombres cuyos rostros no llegó a ver, despojado del considerable fajo de billetes que insensatamente había llevado en su solitaria excursión, y golpeado hasta quedar casi muerto.
Cayó la noche. Manos anónimas llevaron su cuerpo a la orilla de un lago, desde donde fue transportado en shikara al otro lado y depositado, desgarrado y sangrante, en el desierto talud del canal que lleva a los jardines de Shalimar. Al amanecer del siguiente día, un vendedor de flores que remaba con su bote por un agua a la que el frío de la noche había dado la nebulosa consistencia de la miel salvaje, vio el cuerpo de bruces del joven Atta, que empezaba a agitarse y gemir, y sobre cuya piel ahora mortalmente pálida podía distinguirse aún débilmente el lustre de la riqueza, bajo una capa de escarcha real.
El vendedor de flores ató su embarcación e, inclinándose sobre la boca del hombre herido, pudo saber la dirección de aquel desgraciado, murmurada por unos labios que apenas se podían mover; y entonces, confiando en una buena propina, el vendedor llevó a Atta en el bote a una gran casa de las orillas del lago, en donde una joven bella, pero inexplicablemente magullada, y su mentalmente ausente pero igualmente hermosa madre —ninguna de las dos, como podía verse por sus ojos, había dormido lo más mínimo por la preocupación—, chillaron al ver a Atta —que era el hermano mayor de la bella joven— yaciendo inmóvil en medio de las flores, funeralmente empequeñecidas por el invierno, del esperanzado florista.
El vendedor de flores fue pagado efectivamente con esplendidez, en gran parte para asegurar su silencio, y no desempeña otro papel en nuestra historia. Atta mismo, padeciendo terriblemente por su exposición a la intemperie y por una fractura de cráneo, cayó en un coma que hizo que los mejores médicos de la ciudad, impotentes, se encogieran de hombros. Por eso fue tanto más sorprendente que, a la tarde siguiente, el barrio más miserable y de peor fama de la ciudad recibiera un segundo e inesperado visitante. Era Huma, la hermana del desgraciado joven, y su pregunta fue la misma de su hermano y formulada con la misma voz baja y grave:
—¿Dónde puedo contratar un ladrón?
La historia del rico idiota que había venido a buscar un ladrón era ya de público conocimiento en aquellas callejas insalubres, pero aquella vez la joven añadió:
—Tengo que decir que no llevo dinero ni me he puesto ninguna joya. Mi padre me ha desheredado y no pagará rescate si me raptan; y he entregado una carta a mi tío, subcomisario de policía, para que sea abierta si mañana no estoy en casa, sana y salva. En la carta encontrará detalles de mi venida aquí y removerá Cielo y Tierra para castigar a mis agresores.
Su excepcional belleza, visible incluso a través de los cardenales y magulladuras que le desfiguraban brazos y frente, unida a lo extraño de sus preguntas, había atraído a un grupo considerable de mirones curiosos y, como su pequeño discurso parecía haberlo previsto todo, nadie intentó hacerle daño, aunque hubo algunos broncos comentarios en el sentido de que era muy curioso que quien trataba de contratar a un granuja invocase la protección de un tío policía bien situado.
La llevaron por callejones todavía más oscuros y menos transitados y, finalmente, por una calleja tan negra como la pez. Una anciana de ojos que miraban tan penetrantemente que Huma comprendió enseguida que era ciega la hizo pasar por una puerta de la que parecía brotar la oscuridad como si fuera humo. Apretando los puños y ordenando furiosamente a su corazón que se comportase con normalidad, Huma siguió a la anciana al interior de la casa envuelta en tinieblas.
El riachuelo más débil de luz de velas goteaba a través de la oscuridad; siguiendo aquel hilo amarillo e inseguro (porque no podía ver ya a la anciana), Huma recibió un golpe repentino y seco en la espinilla y gritó involuntariamente, después de lo cual se mordió los labios, furiosa por haber revelado su terror creciente a quienquiera o lo que quiera que, envuelto en negrura, la aguardase.
En realidad, había tropezado con una mesita baja en la que ardía una sola vela y más allá de la cual podía distinguirse una figura como una montaña, sentada en el suelo con las piernas cruzadas.
—Siéntese, siéntese —dijo la voz tranquila y profunda de un hombre, y las piernas de ella, que no necesitaban una invitación más retórica, se le doblaron ante la orden escueta. Agarrándose la mano izquierda con la derecha, obligó a su voz a responder sin temblar:
—Usted, señor, debe de ser el ladrón que ando buscando.
Desplazando muy ligeramente su peso, la montaña en la sombra informó a Huma de que todas las actividades delictivas de aquella zona estaban bien organizadas y controladas también centralmente, de forma que cualquier solicitud de lo que pudiera llamarse un trabajo independiente tenían que canalizarse por aquella habitación.
Le pidió amplios detalles del delito que había que perpetrar, incluido un inventario exacto de los objetos que había que obtener y una exposición clara de todos los incentivos ofrecidos, sin excluir las primas, y además, sólo a efectos informativos, un resumen de los motivos de su solicitud.
Entonces Huma, como si recordase algo, se puso rígida de cuerpo y talante y replicó en voz alta que sus motivos eran exclusivamente suyos; que no discutiría los detalles más que con el ladrón mismo; pero que las recompensas que ofrecía sólo podían describirse como fastuosas.
—Todo lo que estoy dispuesta a revelarle, señor, ya que al parecer estoy en la sede de una especie de oficina de empleo, es que, a cambio de esas recompensas fastuosas, debo tener al delincuente más desesperado de que disponga, a un hombre que no tema a nada, ni siquiera a Dios.
—El peor que tenga, se lo aseguro... ¡Ningún otro valdrá!
Entonces se encendió una lámpara de queroseno, y Huma vio frente a ella a un gigante de cabello gris cuya mejilla izquierda recorría la más siniestra de las cicatrices, un chirlo en forma de letra sín de la escritura nastaliq. Ella se sintió presa de la insufrible idea nostálgica de que el coco del cuarto de su infancia se alzaba para enfrentarse con ella, porque su ayah había prevenido siempre todo acto incipiente de desobediencia amenazando a Huma y a Atta:
—Si no os andáis con ojo enviaré a buscar para que se os lleve... ¡al jeque Sín, el Ladrón de los Ladrones!
Allí, con el pelo cano pero indudablemente con su cicatriz, estaba el tristemente célebre criminal en persona... Y ¿se estaba volviendo loca, la engañaban sus sentidos, ó acababa él de anunciar realmente que, dadas las circunstancias que había expuesto, él mismo era el único hombre apropiado para la tarea?
Luchando con fuerza contra los recién nacidos goblins de la nostalgia, Huma advirtió al terrorífico voluntario que sólo un asunto de urgencia y peligro extremos había podido llevarla sin escolta a aquellas calles atroces.
—Porque no podemos permitirnos que nadie se eche atrás en el último momento —continuó—, estoy decidida a contárselo todo, sin guardar ningún secreto. Si, después de oírme, sigue estando dispuesto a actuar, haremos cuanto esté en nuestra mano para prestarle ayuda y para hacerlo rico.
El viejo ladrón se encogió de hombros, asintió, escupió. Huma comenzó su relato.
Seis días antes, todo en la casa de su padre, el rico prestamista Hashim, había sido como siempre. En el desayuno, la madre había llenado amorosamente de khichri el plato del prestamista; la conversación había estado llena de las expresiones de cortesía y atención de las que la familia se preciaba.
A Hakim le gustaba señalar que, aunque no era un santo, daba gran importancia a «vivir honorablemente en el mundo». En aquella espaciosa residencia a orillas del lago, se recibía a todos los extraños con la misma formalidad y respeto, incluso a los desgraciados que venían a negociar pequeños fragmentos de la gran fortuna de Hashim, a los que, naturalmente, él pedía unos intereses de más del setenta por ciento, en parte, como decía a su esposa mientras ella servía el khichri, «para enseñar a esa gente el valor del dinero; que lo aprendan y se curarán de esa fiebre de tomar dinero prestado, tomar dinero prestado todo el tiempo... y ya verás cómo, si mis planes tienen éxito, ¡podré dejar los negocios!».
A sus hijos, Atta y Huma, el prestamista y su mujer habían tratado de inculcarles, con éxito, las virtudes del ahorro, la honradez en los negocios y una saludable independencia de espíritu. También por ello solía Hashim felicitarse.
Terminó el desayuno; los miembros de la familia se desearon mutuamente un día satisfactorio.
En el espacio de unas horas, sin embargo, la cristalina satisfacción de aquel hogar, de aquella vida de delicadeza de porcelana y sensibilidad de alabastro, iba a verse rota en pedazos, sin esperanza de reparación.
El prestamista llamó a su shikara personal, y estaba a punto de entrar en ella cuando, atraído por un destello de plata, vio un frasquito que flotaba entre la barca y su muelle privado. Siguiendo un impulso, lo sacó del agua viscosa.
Era un cilindro de cristal coloreado, engastado en plata exquisitamente cincelada, y Hashim vio dentro de sus paredes un colgante con una hebra única de cabello humano.
Cerrando el puño en torno a aquel descubrimiento excepcional, murmuró al barquero que había cambiado de planes y se apresuró a ir a su gabinete privado, en donde, tras puertas cerradas, sus ojos se regalaron con el hallazgo.
No hay duda de que Hashim el prestamista supo desde el primer momento que estaba en posesión de la famosa reliquia del profeta Mahoma, aquel pelo venerado cuyo robo del relicario de la mezquita de Hazratbal la mañana anterior había provocado en el valle un griterío sin precedentes. Los ladrones —sin duda alarmados por el tumulto, por la procesión en las calles de cocodrilos que ululaban interminablemente sus lamentaciones, por los desórdenes y por la búsqueda en gran escala por la policía, mandada y realizada por hombres cuya carrera dependía por completo de que se encontrase el pelo perdido— habían sentido pánico, evidentemente, y arrojado el frasquito al fondo gelatinoso del lago.
Habiéndolo encontrado por un golpe de mucha suerte, el deber de Hashim como ciudadano era claro: tenía que devolver el pelo a su relicario, y el Estado a la ecuanimidad y la paz.
Pero el prestamista pensaba de otro modo.
Todo lo que había a su alrededor en el estudio probaba su manía de coleccionista. Había enormes cajas de cristal llenas de mariposas empaladas de Gulmarg, tres docenas de modelos a escala, en diversos metales, del legendario cañón Zamzama, innumerables espadas, una lanza naga, noventa y cuatro camellos de terracota de los que venden en los andenes de las estaciones de ferrocarril, muchos samovares y toda una zoología de diminutos animales de madera de sándalo, originalmente tallados para servir a los niños de juguete en el baño.
—Y, después de todo —se dijo Hashim—, el Profeta hubiera desaprobado con firmeza esa adoración de una reliquia. ¡Le horrorizaba la idea de ser deificado! De forma que, sustrayendo ese pelo a sus perturbados devotos, ¡prestaré un servicio mayor —¿no?— que si lo devolviera! Naturalmente, no lo quiero por su valor religioso... Soy un hombre de mundo, de este mundo. Lo veo simplemente como un objeto secular de gran rareza y belleza cegadora. En pocas palabras, es el frasquito de plata lo que deseo, más que el pelo.
Dicen que hay millonarios americanos que compran obras de arte maestras robadas y las esconden... ellos sabrían lo que siento. ¡Tengo, tengo que tenerlo!
Todo coleccionista debe compartir sus tesoros con otro ser humano, y Hashim hizo venir —y se lo dijo— a Atta, su hijo único, que se sintió profundamente turbado pero, habiendo jurado guardar el secreto, sólo lo soltó todo cuando las dificultades se hicieron demasiado horribles de soportar.
El joven se excusó y dejó a su padre solo, en la poblada soledad de sus colecciones. Hashim se sentaba derecho en una silla dura, de respaldo recto, mirando con concentración el precioso frasquito.
Sabido era que el prestamista nunca comía al mediodía, de forma que sólo al caer la noche entró un criado en el gabinete privado para llamar a su amo para la cena. Encontró a Hashim como lo había dejado Atta. Era el mismo, y no lo era... porque el prestamista parecía hinchado, inflado. Los ojos le sobresalían más que nunca, ribeteados de rojo, y tenía los nudillos blancos.
¡Parecía a punto de reventar! Como si, bajo la influencia de aquella reliquia mal adquirida, se hubiera llenado de algún fluido espectral que en cualquier momento pudiera salir incontrolablemente por todas sus aberturas corporales. Hubo que ayudarlo a ir a la mesa, y entonces la explosión se produjo realmente.
Sin cuidarse al parecer del efecto de sus palabras en la estructura frágil y cuidadosamente construida de su vida familiar, Hashim comenzó a babear, a vomitar torrentes de terribles verdades. En un silencio horrorizado, los hijos oyeron al padre arremeter contra su esposa, revelándole que, durante muchos años, su matrimonio había sido la peor de sus calamidades.
—¡Basta de cortesía! —tronó—. ¡Basta de hipocresía!
Luego, con el mismo espíritu, reveló a su familia la existencia de una amante; los informó también de sus visitas regulares a mujeres a las que pagaba. Dijo a su mujer que, lejos de ser la principal beneficiaria de su testamento, no recibiría más que la octava parte que le correspondía en el Derecho islámico. Luego arremetió contra sus hijos, reprochando a gritos a Atta su falta de capacidad para los estudios
—«¡Un estúpido! ¡He sido maldecido con un estúpido!»— y acusando a su hija de lascivia, porque iba por la ciudad con el rostro descubierto, lo que era indecoroso en cualquier buena chica musulmana. Le ordenó que fuera inmediatamente al purdah.
Hashim dejó la mesa sin haber comido y cayó en el sueño profundo del hombre que se ha descargado de muchas cosas, dejando a sus hijos atónitos, en lágrimas, y la cena enfriándose en el aparador, bajo la mirada de un criado impaciente.
A las cinco de la mañana del día siguiente, el prestamista obligó a su familia a levantarse, lavarse y decir sus oraciones. Desde entonces comenzó a rezar cinco veces al día por primera vez en su vida, y forzó a su mujer y sus hijos a hacer lo mismo.
Antes del desayuno, Huma vio a los criados, dirigidos por su padre, hacer un gran montón de libros en el jardín y prenderle fuego. El único volumen que quedó intacto fue el Corán, que Hashim envolvió en una tela de seda y puso sobre una mesa en el vestíbulo. Ordenó a todos los miembros de su familia que leyeran pasajes del libro por lo menos dos horas diarias. Prohibió ir al cine. Y, si Atta invitaba a amigos a la casa, Huma debía retirarse a su habitación.
Para entonces, la familia estaba en un estado de conmoción y consternación, pero lo peor estaba por venir.
Aquella tarde, un deudor tembloroso llegó a la casa para confesar que no podía pagar el último plazo de los intereses que debía, y cometió la equivocación de recordar a Hashim, de forma un tanto amenazante, las restricciones del Corán contra la usura. El prestamista tuvo un ataque de rabia y golpeó al sujeto con uno de los látigos de su gran colección.
Por desgracia, más tarde ese mismo día, un segundo deudor en falta vino a pedir más tiempo, y se le vio salir huyendo del estudio de Hashim con un gran tajo en el brazo, porque el padre de Huma lo había llamado ladrón del dinero ajeno y había tratado de cortar al miserable la mano derecha con uno de los treinta y ocho kukris que colgaban de las paredes del estudio.
Esas violaciones de las leyes de decoro no escritas de la familia alarmaron a Atta y a Huma y cuando, aquella noche, su madre trató de calmar a Hashim, él le golpeó la cara con la mano abierta. Atta salió en defensa de su madre, y también él salió por los aires.
—¡A partir de ahora —rugió Hashim— va a haber un poco de disciplina!
La mujer del prestamista tuvo un ataque de histeria que se prolongó toda aquella noche y el día siguiente, y que irritó tanto a su marido que la amenazó con el divorcio, con lo que ella huyó a su habitación, cerró la puerta y se hundió en una raga de hipidos. Huma perdió entonces la compostura, desafió abiertamente a su padre, y anunció (con la misma independencia de espíritu que él había fomentado en ella) que no llevaría velo; aparte de todo lo demás, era malo para la vista.
Al oírlo, su padre la repudió al instante y le dio una semana para hacer sus maletas y marcharse.
Al cuarto día, el miedo que había en el aire de la casa se había hecho tan espeso que era difícil andar por allí. Atta dijo a su hermana, atontada por el choque:
—Estamos llegando al nivel de las alcantarillas... pero sé lo que hay que hacer.
Aquella tarde, Hashim salió de casa acompañado por dos rufianes, contratados para arrancar a sus dos clientes insolventes el dinero que le debían. Atta entró inmediatamente en el estudio de su padre. Al ser su hijo y heredero, tenía su propia llave de la caja fuerte del prestamista. La utilizó y, sacando el frasquito de su escondite, se lo metió en el bolsillo del pantalón y volvió a cerrar la puerta de la caja fuerte.
Entonces contó a Huma el secreto de lo que su padre había sacado del lago Dal, y exclamó:
—Tal vez esté loco, tal vez las horribles cosas que están ocurriendo hayan hecho que pierda la cabeza, pero estoy convencido de que no habrá paz en nuestra casa hasta que ese pelo haya salido de ella.
Su hermana estuvo de acuerdo enseguida en que había que devolver el pelo, y Atta salió, en una shikara alquilada, hacia la mezquita de Hazratbal. Sólo cuando la barca lo dejó entre la multitud de fieles trastornados que daban vueltas alrededor del profanado santuario descubrió que la reliquia no estaba ya en su bolsillo. Éste tenía un agujero, que su madre, normalmente tan atenta a los asuntos del hogar, no había visto por la tensión de los recientes acontecimientos.
Su primer impulso de pesar fue rápidamente sustituido por un sentimiento de alivio profundo.
¡Supongamos —imaginó— que hubiera anunciado a los mullahs que tenía el pelo! Nunca me hubieran creído... ¡y la multitud me habría linchado! En cualquier caso, ha desaparecido y eso me ha quitado un peso de encima.
Sintiéndose más contento de lo que había estado desde hacía días, el joven volvió a casa.
Allí encontró a su hermana magullada y llorando en el vestíbulo; arriba, en su alcoba, su madre gemía como una viuda recién estrenada. Atta rogó a Huma que le dijera qué había ocurrido, y cuando ella contestó que su padre, al volver de su brutal visita de negocios, había vuelto a notar un destello de plata entre la barca y el embarcadero, había pescado otra vez la errante reliquia, y estaba por consiguiente con una rabia para acabar con todas las rabias, después de haberle sacado a ella la verdad a golpes... Atta enterró el rostro entre las manos y sollozó su opinión, que era que el pelo los perseguía y había vuelto para terminar su tarea.
Entonces fue Huma la que tuvo que pensar en una forma de salir de sus preocupaciones.
Mientras los brazos se le ponían negros y azules y grandes manchas se extendían por su frente, abrazó a su hermano y le susurró que estaba decidida a deshacerse del pelo a cualquier precio... repitió muchas veces la última frase.
—El pelo —dijo luego— fue robado de la mezquita; de forma que puede ser robado de esta casa. Pero tiene que ser un robo auténtico, realizado por un ladrón auténtico y no por uno de los que estamos bajo el poder del pelo... Por un ladrón tan desesperado que no tema cárceles ni maldiciones.
Desgraciadamente, añadió, el robo sería diez veces más difícil de realizar ahora que su padre, sabiendo que había habido ya un intento de robar la reliquia, estaría sin duda sobre aviso.
—¿Puede hacerlo?
Huma, en el cuarto iluminado por la vela de una linterna, terminó su relato con otra pregunta:
—¿Qué garantía puede dar de que ese trabajo no lo aterrorizará?
El criminal, escupiendo, dijo que no tenía costumbre de dar referencias como si fuera un cocinero o un jardinero, pero no se alarmaba tan fácilmente, y no, desde luego, por una maldición de djinni para niños. Huma tuvo que contentarse con la fanfarronada, y pasó a describir los detalles del proyectado robo.
—Desde que mi hermano fracasó en su intento de devolver el pelo a la mezquita, mi padre duerme con su precioso tesoro bajo la almohada. Sin embargo, duerme solo y con mucha energía; usted sólo tendrá que entrar en su habitación sin despertarlo, y sin duda él se revolverá lo suficiente para que el robo sea sencillo. Cuando tenga el frasquito, venga a mi habitación —entregó al jeque Sin un plano de la casa— y yo le daré las joyas de mi madre y las mías. Encontrará... que valen la pena... Es decir, podrá obtener una fortuna por ellas...
Era evidente que su dominio de sí misma se estaba debilitando y estaba a punto del colapso.
—Esta noche —exclamó por fin—. ¡Debe venir esta noche!
Apenas había salido ella de la habitación, el cuerpo del viejo criminal fue sacudido por un ataque de tos, y escupió sangre en una vieja lata de vanaspati. El gran jeque, ladrón de ladrones, era ya un hombre enfermo, y cada día se acercaba más el momento en que algún joven aspirante a su poder le clavaría un puñal en el estómago. Una adicción al juego de toda la vida lo había dejado casi tan pobre como había sido cuando, decenios antes, había comenzado en aquel oficio como simple aprendiz de ratero; por ello, en el extraordinario encargo que había aceptado de la hija del prestamista veía su oportunidad de reunir de golpe suficiente dinero para dejar el valle para siempre y lograr el lujo de una muerte respetable que dejase su estómago intacto.
En cuanto al pelo del Profeta, bueno, ni él ni su esposa ciega habían tenido nunca mucho que decir sobre profetas... Eso era algo que tenían en común con el fulminado clan del prestamista.
No tendría sentido, sin embargo, revelar la naturaleza de aquel crimen, el último, a sus cuatro hijos. Con gran consternación por su parte, todos se habían convertido al crecer en hombres desesperadamente piadosos, que incluso hablaban de hacer algún día el peregrinaje a La Meca.
—¡Absurdo! —se reía su padre de ellos—. Decidme, ¿cómo vais a ir?
Porque, con su absolutista amor de padre, se había preocupado de que todos tuvieran una fuente de altos ingresos para toda la vida, convirtiéndolos en inválidos al nacer, de forma que, mientras se arrastraban por la ciudad, ganaban sus buenos dineros en el negocio de la mendicidad.
Así pues, sus hijos podían cuidar de sí mismos.
Él y su mujer se irían pronto con los joyeros de las mujeres del prestamista. Era realmente una suerte muy oportuna la que había llevado a aquella muchacha bella y magullada a aquel rincón de la ciudad.
Aquella noche, la gran casa de la orilla del lago aguardaba ciegamente, mientras el silencio le lamía los muros. Una noche de ladrones: nubes en el cielo y niebla en el agua invernal. Hashim, el prestamista, estaba dormido, el único miembro de la familia que había podido conciliar el sueño aquella noche. En otra habitación, su hijo Atta yacía profundamente sumido en las espirales de su coma mientras un coágulo de sangre se formaba en su cerebro, cuidado por una madre que se había soltado el largo cabello gris para mostrar su pesar, una madre que le ponía compresas calientes en la frente con gestos que indicaban impotencia. En una tercera alcoba aguardaba Huma, totalmente vestida, en medio de los cofres llenos de joyas de su desesperación.
Por último, un bulbul cantó suavemente desde el jardín que había bajo la ventana y, deslizándose por las escaleras, ella bajó para abrir una puerta al pájaro, que llevaba en el rostro una cicatriz en forma de letra sín.
Sin hacer ruido, el pájaro subió volando por las escaleras detrás de ella. Al llegar arriba se separaron, yendo en direcciones opuestas por el pasillo de su conspiración, sin lanzarse una ojeada.
Entrando en la habitación del prestamista con soltura profesional, Sin, el ladrón, descubrió que las predicciones de Huma habían sido totalmente exactas. Hashim estaba tendido diagonalmente en la cama, con la cabeza lejos de la almohada y la recompensa fácilmente accesible. Paso a paso acolchado, Sin avanzó hacia su objetivo.
Fue entonces cuando, en la alcoba de al lado, el joven Atta se incorporó de golpe en la cama, dando a su madre un gran susto y, sin preámbulo alguno —incitado por Dios sabe qué presión del coágulo de sangre sobre su cerebro— comenzó a gritar con todas sus fuerzas:
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Parece probable que su pobre mente hubiera estado pensando, en esos últimos momentos, en su propio padre; pero es imposible estar seguro, porque, después de proferir esas expresiones enfáticas, el joven volvió a caer sobre la almohada y murió.
Inmediatamente, su madre lanzó un chillido y un lamento y un gemido y un aullido tan agudos que terminaron lo que había comenzado el grito de Atta, es decir, que los lamentos de ella atravesaron las paredes de la alcoba de su marido e hicieron que Hashim se despertase por completo.
El jeque Sin estaba decidiendo si meterse bajo la cama o partirle el cráneo lisa y llanamente al prestamista, cuando Hashim agarró el bastón estoque atigrado que estaba siempre apoyado en un rincón junto a su cama y se precipitó fuera de la habitación sin notar siquiera al ladrón, que estaba en la oscuridad al otro lado de la cama. Sin se inclinó rápidamente y sacó de su escondite el frasquito que contenía el pelo del Profeta.
Entretanto, Hashim había irrumpido en el pasillo, después de desenvainar la hoja del bastón. Llevaba el arma en la mano derecha y la blandía demencialmente. Con la izquierda sacudía el bastón. Una sombra se precipitó hacia él a través de la oscuridad de medianoche del pasillo y, en su furia soñolienta, el prestamista le atravesó fatalmente el corazón con la espada. Al encender la luz, descubrió que había matado a su hija y, horriblemente impresionado por el accidente, se sintió tan abrumado de remordimientos que volvió la espada contra sí mismo, se dejó caer sobre ella y acabó con su vida. Su hermana, único miembro superviviente de la familia, se volvió loca por aquella carnicería general y tuvo que ser internada por el subcomisario de policía de la ciudad en un asilo de dementes.
El jeque Sín había comprendido rápidamente que el plan había fracasado.
Abandonando el sueño de los joyeros cuando estaba sólo a unas yardas de realizarlo, salió por la ventana de Hashim y escapó durante los horribles acontecimientos descritos. Al llegar a casa antes del alba, despertó a su mujer y le confesó su fracaso. Sería necesario, susurró, que desapareciera una temporada. Los ojos ciegos de ella no se abrieron hasta que él se fue.
En casa de Hashim, el ruido había alertado a sus criados y hasta había conseguido despertar al vigilante de noche, que, como de costumbre, había estado profundamente dormido en su charpoy, junto a la puerta de fuera. Avisaron a la policía, y hasta el propio subcomisario fue informado. Cuando se enteró de la muerte de Huma, el afligido funcionario abrió y leyó la carta sellada que le había dado su sobrina, e instantáneamente condujo a un numeroso destacamento de hombres armados a los callejones antiluminosos de la parte más miserable y de peor fama de la ciudad.
La lengua de un malicioso ladrón descuidero dio el nombre del cómplice de Huma; el dedo de un ambicioso ladrón de bancos señaló la casa en que se escondía; y, aunque Sin consiguió deslizarse por una trampa del desván e intentó escaparse por los tejados, una bala del propio fusil del subcomisario le atravesó el estómago y lo hizo caer y aplastarse innoblemente contra el suelo, a los pies del furibundo tío de Huma.
Del bolsillo del ladrón muerto rodó un frasquito de cristal coloreado, engastado en plata afiligranada.
La recuperación del pelo del Profeta fue anunciada enseguida por All India Radio. Un mes más tarde, los hombres más santos del valle se congregaron en la mezquita de Hazratbal y autentificaron oficialmente la reliquia. Hasta hoy se encuentra en una cámara estrechamente guardada junto a las orillas del más encantador de los lagos en el corazón del valle que en otro tiempo estuvo más cerca del Paraíso que cualquier otro lugar de la Tierra.
Pero, antes de que nuestra historia concluya debidamente, es necesario dejar constancia de que cuando los cuatro hijos del difunto jeque despertaron la mañana de su muerte, habiendo pasado, sin saberlo, unos minutos bajo el mismo techo que el famoso pelo, descubrieron que había ocurrido un milagro, que todos estaban sanos de miembros y fuertes de aliento, tan enteros como hubieran podido estar si a su padre no se le hubiera ocurrido romperles las piernas en las primeras horas de su vida. Los cuatro se sintieron convenientemente furiosos, porque el milagro había reducido en un setenta y cinco por ciento, calculando por lo bajo, su capacidad de obtener ingresos; de forma que estaban arruinados.
Sólo la viuda del jeque tuvo algún motivo para sentirse agradecida, porque, aunque su marido había muerto, ella recuperó la vista, de forma que pudo pasar sus últimos días contemplando una vez más las bellezas del valle de Cachemira.
19.6.07 |
Categoría:
CUENTO,
SALMAN RUSHDIE
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